Valida las emociones

Revisa los pensamientos

Qué son las emociones

Las emociones son las respuestas psicológicas y físicas a la evaluación que hacemos de las situaciones. Puede ser una evaluación rápida o lenta, consciente o inconsciente.

Cuando nos entristecemos, nos enfadamos, nos enamoramos, idealizamos, sentimos rencor, nos entusiasmamos con algo… estamos expresando emocionalmente lo que nuestra mente ha evaluado previamente. Por lo tanto, si tenemos problemas con nuestras emociones, o con las conductas que derivan de ellas (discuto, juzgo precipitadamente, compro algo que no me sirve, me arriesgo en exceso, etc.), no hemos de cuestionar las emociones que me impulsan, sino la evaluación (pensamientos, criterios, creencias, prejuicios) que las precede y origina.

Emociones controlables

Muchas personas piensan que las emociones son incontrolables porque son una expresión a la que no tenemos acceso. A veces nos arrepentimos de conductas porque nos hemos dejado llevar por alguna emoción que sentimos inevitable. Quién no se ha enfadado y más tarde descubre que no era para tanto o que se había equivocado al evaluar la situación. A veces juzgamos de forma sesgada, dejándonos llevar por la última emoción que nos embarga, sin tener en consideración toda la realidad.

Unas personas dan rienda suelta a ciertas emociones sin considerar los efectos que pueden tener en su entorno y/o en sí mismos (ira, egoísmo, envidia…); otras personas las reprimen porque se culpabilizan de sentir lo que sienten (enamoramiento, deseo, miedo, inseguridad…).

La realidad es que sí podemos regular las emociones. Regular las emociones no consiste en reprimirlas, nada más lejos. Regular las emociones consiste en comprender su origen y el mecanismo que las activa, para actuar sobre ambos.

Pensemos en las emociones como si se tratara del caudal de agua que surge de un grifo que yo manejo. La llave del grifo es el final de un circuito más complejo que está diseñado para darme agua cuando yo decida que la necesito. El agua fluye constantemente gracias a un sistema que no veo y que solo aflora a través del grifo (es visible) cuando yo activo la llave, o bien cuando alguna cañería se rompe. Si el sistema funciona bien, yo puedo controlar la presión, el caudal y las ocasiones.

La mayoría de las veces, la decisión de abrir el grifo no es consciente, ya la he automatizado, por lo tanto no tengo que pararme a decidir, simplemente, si necesito agua, abro el grifo. Eso no significa que no haya una evaluación y una decisión, significa que mi cerebro ha convertido un acto repetitivo en un proceso automático. Mi control será funcional si mi evaluación es correcta y se ajusta a mis necesidades y objetivos. Puede suceder que no evalúe bien las circunstancias, porque esté cansada, porque esté preocupada o porque algo me distraiga, en esa situación, es probable que, por ejemplo, me vaya a atender el teléfono y deje el grifo abierto con el gasto de agua que eso supone.

Valga esta metáfora del agua canalizada y regulada para comprender mejor el sistema y la función de las emociones.

La alegría, por ejemplo, aflora porque ‘evaluamos’ que la situación nos agrada, nos es favorable o es favorable a otros; la valoramos de un modo optimista; la sentimos como placentera y esperanzadora, etc. Si esa evaluación de agrado y favorable es proporcionada y ajustada a la realidad, nuestra emoción también lo será.

Todas las emociones (dolor, temor, enfado, inseguridad, amor, interés, motivación…) conllevan una evaluación y un conjunto de cambios que suceden en nuestro cuerpo y nuestra mente.

Esta evaluación se puede producir en cuestión de segundos o podemos requerir de más tiempo. Con independencia de lo que tardemos en evaluar la situación, el proceso de evaluación (consciente o inconsciente) y la evaluación final son la llave para regular las emociones y producir emociones ajustadas a la realidad y por lo tanto funcionales para lograr bienestar personal y buenas relaciones.

Por todo ello, me gustaría enfocar la reflexión en ese proceso de evaluación y en cómo manejar tanto la evaluación como la emoción que la acompaña.

La función de las emociones

Las emociones cumplen una función muy sana que nos da una información riquísima sobre quienes somos, qué necesitamos y cómo estamos gestionando esas necesidades. Las emociones no hay que reprimirlas ni anularlas o invalidarlas, por el contrario, conviene escucharlas, detenernos sobre ellas y tratar de comprender su origen y función.

Como ya hemos deducido, esta funcionalidad genérica no significa que todas las emociones y su expresión personal sean adecuadas a la situación, o sean funcionales y beneficiosas. Esta adecuación o funcionalidad va a depender de que la evaluación que las origina sea racional, es decir, responda de un modo coherente a mis necesidades, esté ajustada al contexto, a la situación y se integre con mis objetivos personales y de relación (familia, amigos, trabajo, pareja). Por lo tanto, la emoción es como el termómetro que nos dice si el organismo está evaluando y decidiendo correctamente y de forma ‘integral’ o hay algún problema y alguna ‘pieza’ va por libre.

De modo que utilizamos las emociones como una especie de sistema de chequeo de lo que está produciendo nuestra mente. Si las emociones que sentimos nos generan de forma habitual malestar y/o su expresión nos causa dificultades sociales o personales, conviene que activemos los mecanismos de observación, análisis y regulación, que no son otros que ‘parar’ máquinas, observar ‘circuitos’, analizar procesos y modificar lo que no funciona.

Dicho así, no parece difícil, pero quien trabaja o ha trabajado con sistemas complejos sabe que a veces chequear algún fallo en los procesos puede conllevar un tiempo. No nos desanimemos, en este caso, la ventaja es que aunque ‘paremos’ una parte de nuestra actividad, el resto sigue haciendo sus funciones. Lo que paramos es el ‘automatismo’ de nuestra respuesta emocional, para pasarlo a un modo ‘manual’ donde podamos observar, identificar y analizar.

Es decir, el primer paso consiste en comprender y aceptar que puedo trabajar con mis emociones. A partir de este momento, comenzamos por tomar en consideración las emociones, las identificamos y ponemos nombre: tristeza, temor, inquietud, inseguridad, alegría, cariño, ilusión, generosidad, solidaridad, empatía, desafecto, ira…). Etiquetar las emociones con precisión es importante porque a partir de ese nombre, puedo obtener la definición en cualquier diccionario. Si dudo, puedo chequear cuál se parece más a mis reacciones. Con la definición ya empiezo a comprender mejor, en qué consiste mi emoción. He dado el segundo paso.

Como vemos, hasta aquí, hemos aceptado la emoción, no la hemos reprimido. Desde la aceptación, podemos seguir trabajando.

A continuación conviene analizar lo que ha causado esas emociones, qué tipo de evaluación hemos realizado y por qué hemos percibido la situación como agradable, insufrible, amenazante, preocupante o divertida, por poner algunos ejemplos.

Validar la emoción

La emoción, por lo tanto, puede ser disfuncional respecto del contexto, pero sin embargo siempre es válida respecto del proceso interno, porque refleja fielmente nuestra evaluación de la situación. Es la evaluación la que puede no ajustarse a la realidad.

Hay evaluaciones que son disfuncionales porque no son eficaces percibiendo, observando y analizando la realidad; bien porque les falta información, porque han sido precipitadas, porque carecen del rigor necesario, porque son sesgadas o porque están influidas por los prejuicios o por los miedos.

Si la evaluación que hacemos de la situación no se ajusta a la realidad, por cualquier razón, lo lógico es que nuestras respuestas emocionales tampoco se ajusten. En este caso, no sería eficaz que reprimiéramos nuestras emociones y dejáramos intactas nuestras evaluaciones. No sería eficaz ni funcional porque no aprovecharíamos esa experiencia para aprender y mejorar nuestro sistema de evaluación.

Revisar la evaluación

Por esta razón, es conveniente que se validen las emociones de los niños al tiempo que se les ayuda y muestra el modo en que pueden analizar la evaluación que han realizado y el resultado emocional obtenido. Un llanto puede ser o no oportuno (funcional) dependiendo del proceso de evaluación que lo ha originado.

Pongo un ejemplo concreto. Una niña puede llorar mientras juega con una amiga. Lo primero que habría que hacer es validar el sentimiento que tiene la niña. Inmediatamente, le preguntamos qué es lo que la hace llorar, podemos ayudarla proponiéndola opciones razonables al contexto (querías ese juguete y lo está usando tu amiga; te enfadas porque no sabes cómo explicar a tu amiga lo que quieres; te sientes triste porque tu amiga te ha dicho algo que no te gusta, etc.). Acto seguido, le proponemos que busque soluciones a la situación para volver a disfrutar del juego. Una de las soluciones puede ser que elaboren unas reglas, otra solución puede ser que la amiga se disculpe; otra solución puede ser que reevalúe la situación con un poco más de perspectiva, etc.

Si realizamos este ejercicio con los niños, ayudaremos a que crezcan con una mayor conciencia del papel de las emociones y de los procesos que las provocan. Les ayudaremos a que aprendan a ‘parar’ y reflexionar sobre sus evaluaciones y decisiones. Contribuiremos a que confíen más en sus criterios y en sus emociones. También estaremos ayudando a que tengan más asertividad y autoestima.

Como adultos, no siempre nos hemos socializado y hemos desarrollado nuestra personalidad teniendo a nuestra disposición este tipo de ayuda y entrenamiento emocional. Esta carencia significa en muchos casos que vivimos un poco alienados respecto de nuestras emociones y los procesos de evaluación que están detrás. Si ese es nuestro caso, es probable que reprimamos emociones o que tengamos problemas de relación porque provoquemos conflictos en las reacciones. La represión de las emociones me puede conducir a sentirme aislado/a, solo/a o con falta de apoyo social. Puedo pensar que ‘no me comprenden’ que para qué voy a expresarlas si no van a ser entendidas; que ese tipo de emociones no se ‘deben’ expresar en público; que voy a ser vulnerable porque me verán débil, etc.

Es probable que la expresión o falta de expresión de las emociones nos lleven a un mayor malestar. Por ejemplo, en los casos en que la enfermedad amenaza o es una realidad con consecuencias físicas y económicas potencialmente perjudiciales (hoy es un virus, mañana puede ser otra cosa), realizamos una evaluación en función de cómo percibimos la amenaza. Será esa evaluación, junto con la evaluación de los recursos (ver artículo Problema y Oportunidad) la que provoque mis emociones: aceptación, relativización, serenidad, esperanza, optimismo, responsabilidad, competencia, tesón, creatividad, miedo, temor, pánico, ansiedad, aburrimiento, etc.

Conviene que escuche y atienda a esas emociones. Conviene que observe si esas emociones son perfectamente compatibles con la situación y el mantenimiento de la estabilidad y un nivel adaptativo del bienestar, mis actividades y relaciones, así como con las nuevas necesidades que me puedan estar surgiendo debido a los cambios en mi entorno. Si no se produce un desajuste notable, aunque es lógico hacer ciertos ajustes, no es necesario que examine mis propios procesos de un modo especial. No obstante, es interesante y útil observarnos y comprobar que nuestras conductas nos producen bienestar y también lo producen en nuestro entorno.

Si, por el contrario, compruebo que las emociones que estoy sintiendo limitan y deterioran mi estabilidad y/o bienestar psicológico, sacándome de la ecuanimidad y serenidad deseables y, por lo tanto, colocándome en peor disposición de ánimo para tomar decisiones y para llevar a cabo las conductas más eficaces, funcionales y ajustadas a necesidad, entonces, conviene ‘parar’ y dedicar un tiempo a analizar las evaluaciones que estoy realizando.

Aunque creyera evaluar correctamente, lo más probable es que estuviera en un error. Pongo algunos de los cientos de ejemplos que pueden suceder en el proceso de evaluación para hacerme concluir de un modo erróneo, sesgado, disfuncional o poco realista:

  • Quizás no tuve algo en consideración o algo se me pasó por alto
  • Entendí algo mal, quizás no escuché atentamente
  • Quizás mis prejuicios me llevaron a sesgar la información
  • Quizás mi miedo me impidió ser objetiva
  • Tal vez interpreté algo de un modo muy rígido
  • Puede que tuviera un exceso de expectativas sobre algo o la conducta de alguien
  • Quizás no supe manejar la frustración o la contrariedad
  • Quizás no confiaba en mi capacidad y recursos para resolver el tema.
  • Etc., Etc.

De nuevo, incido en que la emoción no es lo que debemos cuestionar, sino el proceso de evaluación que la hace aflorar como respuesta.

Una vez que he reevaluado mi proceso, es posible que desde la honestidad, responsabilidad y compromiso con mi bienestar y el de las personas en el contexto que compartimos, sea capaz de identificar esos errores para rectificarlos y poner en marcha algún plan de actuación para reducirlos.

Aceptación y aprecio

Mientras tanto, también soy responsable de quererme, y eso conlleva la aceptación de quién soy y cómo soy. Por ello, no conviene que me juzgue de forma severa ni rígida, pero si conviene que analice y me responsabilice de mi bienestar y del malestar que puedo provocar en mi entorno. Vivimos en sociedad y nuestro bienestar es tan importante como el bienestar de los demás. Conviene que identifique y acepte mis limitaciones y, desde la bondad, me trate con comprensión, dulzura y apoyo, pero sin duda con el compromiso personal de mejorar. Puedo disfrutar de la vida apoyándome en todos mis aciertos y dándome el derecho a sentir mis emociones, pero también responsabilizándome para mejorar los procesos de evaluación que las originan y las conductas que las suceden.

Disonancias psicológicas

Qué es una disonancia psicológica

Las disonancias psicológicas son discrepancias no resueltas entre dos tendencias, necesidades, creencias o conductas. Por ejemplo, puede haber disonancia entre mi necesidad de cariño, por una parte, y una conducta excesivamente severa con alguien cuando se equivoca en algo, por otra.  Otro ejemplo puede ser mi necesidad de que respeten y escuchen mis ideas, de un lado, y mi actitud de no dejar hablar o de devaluar las ideas de los demás, de otro. Un tercer ejemplo, podría ser, el deseo de que mi trabajo se valore, pero una constante crítica o falta de valoración al trabajo de los demás. Hay miles de ejemplos de disonancias que probablemente todos hemos experimentado en alguna ocasión.

Las disonancias se pueden producir de diversos modos, lo más habitual es una carencia en la toma de conciencia de nuestras actitudes o conductas. Esa carencia produce una visión sesgada con puntos ciegos, donde no soy capaz de verme con suficiente amplitud, objetividad y ecuanimidad, para tener claridad y honestidad con mis conductas y actitudes. Esa ‘ceguera’ o visión sesgada me impide conocerme con plenitud de conciencia, impidiéndome crecer y superar contradicciones o disonancias.

Resolver disonancias

Cuando logramos identificar, afrontar y resolver disonancias, logramos un estado de paz y bienestar muy gratificante. No es necesario lograr la perfección (tarea imposible) para obtener la paz. Podemos obtener un grado muy elevado de paz interior, aunque exista alguna disonancia de pequeña importancia. Conviene atender a las disonancias de mayor relevancia y también a la cantidad de disonancias, para evitar grandes cantidades y grandes conflictos. El bienestar o la paz (sosiego) se logran cuando no hay disonancias relevantes en nuestra conciencia o en nuestros procesos automatizados de conducta (sean ideas, imágenes, pensamientos, actitudes, emociones o respuestas).

El sosiego o la paz no tienen por qué producir ‘felicidad’, ni la necesitamos, pero produce bienestar y correlaciona con la calma, la concentración, la serenidad, la ecuanimidad, etc.

Para eliminar las disonancias es importante practicar la coherencia. Esta coherencia consiste en comprometernos con practicar la congruencia entre nuestras necesidades más importantes (valores, principios, objetivos, relaciones, emociones…) y nuestras conductas para satisfacerlas.

De modo que, por ejemplo, si considero que para mi bienestar es importante que las personas a mi alrededor estén bien, mis conductas estarán orientadas a respetar a los demás, tener en consideración sus propias necesidades, sus puntos de vista, su derecho a exponerlos y defenderlos, así como defender los míos de forma asertiva: con afecto, respeto, sin ofender ni tratar de imponerme.

Un ejemplo muy típico donde necesitamos resolver la disonancia, que puede amenazar nuestra paz, es cuando hay dos puntos de vista o dos intereses contrapuestos ante una situación compartida. Si nos empeñamos en llevar la razón o en que la otra persona reconozca que la llevamos, estaremos defendiendo esa necesidad de “tener razón” por encima de la necesidad de mostrar y recibir respeto.

La importancia que damos a “tener razón” puede convertirse en un sesgo de pensamiento y en una conducta que atenta contra nuestra paz y nuestras relaciones. La disonancia deriva de que, si nos empeñamos en tener razón, estamos negando la oportunidad a otras ideas, así como a la consideración y la ‘cuota’ de razón que la otra persona necesita. Defender nuestra posición no significa generar barricadas, pelear o faltar al respeto. Nuestra posición o nuestras ideas se defienden mejor con una actitud ecuánime, respetuosa y proporcionada a la situación.

La paz protectora de la salud

La paz es un protector de nuestra salud emocional, cognitiva y de nuestra salud física. En el caso de la salud emocional, la paz va acompañada de emociones plácidas, tranquilidad, bondad y calma. En cuanto al bienestar cognitivo, la coherencia entre las distintas áreas de pensamiento nos facilita el ‘silencio’ mental y la ausencia de ‘ruidos’, protegiéndonos del desgaste, de la confusión y del estrés mental, facilitándonos el pensamiento creativo y el razonamiento racional. La paz nos ayuda a generar emociones proporcionadas a las situaciones y contribuye a que tomemos conciencia de todas las situaciones positivas y bondadosas que nos rodean. La paz contribuye a que no adoptemos conductas de riesgo o conductas impulsivas (fumar, beber, velocidad excesiva, ir aturullados, etc.). Físicamente, también nos ayuda a afrontar las situaciones de estrés y a no sentir ansiedad (miedo, pánico) porque centramos nuestra atención y nuestra energía en conductas positivas, efectivas para la convivencia y sanas para nuestro organismo. Sabemos que el estrés o la ansiedad continúas pueden provocar procesos inflamatorios en algunos órganos del cuerpo a través de la producción de hormonas y proteínas que pueden ser tóxicos y a largo plazo pueden provocar el deterioro o la disfunción de esos órganos o sistemas (inmune).

Hay muchas conductas que también ayudan a reducir o eliminar disonancias y conseguir nuestra paz. Compartiré algunas reflexiones sobre ellas en otros escritos. Mientras tanto, empecemos o sigamos trabajando la coherencia entre objetivos y conductas.

Problema y Oportunidad

Una enfermedad

Lo que hace la enfermedad

Una enfermedad altera nuestra homeostasis, y nos provoca dolores, malestar, desajustes, fiebre, tos, dificultades respiratorias, dolor de garganta y otros síntomas o complicaciones mayores, incluso irremediables.

La enfermedad no toma nuestras decisiones ni es responsable de nuestras conductas ni de los problemas económicos o laborales. Estas conductas son el resultado de nuestra personalidad, nuestra forma de razonar, nuestra cultura y nuestra sociedad (valores, normas, costumbres, instituciones, etc.).

La enfermedad solo tiene capacidad para provocar problemas directos en la salud. De las enfermedades, su investigación, tratamiento y cura, se ocupan las autoridades y profesionales de la ciencia (epidemiología, virología, medicina asistencial…, entre los que se encuentran excelentes profesionales).

Lo que hacemos nosotros

Provocamos, sin embargo, efectos indirectos, pero de peores consecuencias que las de un virus, una bacteria, un accidente cardiovascular, etc., como el colapso de los hospitales; la falta de equipos médicos o asistenciales; las dudas en tomar medidas por sus repercusiones; las aglomeraciones en supermercados haciendo acopio innecesario de víveres y otros objetos; la asistencia a eventos multitudinarios a pesar de que tenemos tos o malestar; etc. Todos estos efectos no los provoca un virus o una enfermedad, sino la conducta individual y la conducta social.

Cuando suceden catástrofes naturales, epidemias, accidentes o enfermedades, cada persona, tenemos una gran oportunidad para poner en práctica lo mejor de cada uno y avanzar un paso más hacia una sociedad más equilibrada, sosegada, racional, segura y justa.

Cada uno de nosotros (somos miles de millones de personas) puede contribuir con su propia actitud, decisiones y conductas, tanto para bien como para mal. En las peores situaciones podemos elegir quienes somos y cómo queremos ser, podemos decidir nuestras conductas y las consecuencias que deseamos. El proceso de decisión de cada persona puede entrenarse hacia un modelo racional, sereno, eficaz, resiliente y que produzca bienestar individual y colectivo. La mayoría de nuestras decisiones individuales acertadas o erróneas no pueden justificarse responsabilizando a las autoridades.

Conviene saber que, ante cualquier acontecimiento o suceso que acaece en nuestro entorno (virus, crisis, desempleo, injusticia, terremoto…), potencialmente perjudicial, seguimos un proceso de evaluación que determinará nuestra forma de afrontar el suceso y las decisiones y conductas que adoptemos:

  1. Evaluamos la situación: Podemos evaluarla como una amenaza que pone en peligro nuestra integridad, sin que podamos hacer nada para evitarla; o la podemos ver como un reto que conviene superar y en el que podemos influir de algún modo.
  2. Evaluamos nuestros recursos: Valoramos si disponemos de recursos propios o disponibles para afrontarla. Podemos identificar cuáles son nuestras habilidades y recursos (propios o ajenos) y cómo podemos utilizarlos, o podemos creer que todo lo que tenemos es inútil.
  3. Evaluamos los cambios: Dotamos de significado a los cambios que se producen en nuestra vida como efecto del acontecimiento. Los podemos ver como insufribles o como parte de la vida normal. Los podemos ver como inevitables o como oportunidades para influir sobre ellos.

La confianza se entrena

Si en mi experiencia vital estoy acostumbrado/a a planificar, actuar y resolver, con plena conciencia de que mis decisiones y conductas influyen en mi entorno y en mis propios logros, probablemente veré los problemas como un reto, evaluaré los recursos como una ayuda valiosa y, además, veré los cambios como parte de la vida. Por ello, es probable que mi actitud y razonamientos sean más serenos y adopte decisiones y conductas más sanas, eficaces y equilibradas para la situación concreta.

Si, por el contrario, mi experiencia es de sensación de indefensión y falta de confianza en la posibilidad de influir con mis acciones, entonces es más probable que sienta que la situación amenaza de forma global mi bienestar; evalúe que no tengo recursos suficientes y, además, considere insufrible cualquier cambio en mi vida, lo más probable es que mis opciones pasen por la ansiedad, la tristeza, la desesperanza, la frustración, la ira, peores actitudes y malas decisiones y conductas.

Una situación como la que se está desarrollando alrededor del Covid-19 es un problema y una oportunidad. Oportunidad para tomar conciencia de nuestros procesos de evaluación, así como para modificar aquellos aspectos que no contribuyen a nuestras mejores conductas, ayudándonos a superar la situación. Nos podemos dar la oportunidad de pensar: ¿En qué puedo mejorar mi forma de pensar y evaluar? ¿Cómo puedo influir para mejorar esta circunstancia? ¿Cómo puedo mejorar aquí y ahora mi entorno más cercano? ¿Qué está en mi mano hacer o no hacer en este momento? Se trata de cuestionar y erradicar pensamientos como: ‘No puedo hacer nada’, ‘Por mucho que yo haga, no lograré cambiar la situación’, ‘Da igual lo que yo haga porque otros no lo hacen’, ‘Es terrible que esto ocurra’, etc.

Fortalecer habilidades

Nuestra personalidad y capacidad de resiliencia se verán fortalecidas si elegimos las opciones adecuadas, en cada momento. Solo extraordinariamente se trata de opciones difíciles y complejas, por regla general son opciones muy simples (me lavo las manos, saludo con los pies, limpio bien lo que han tocado otros y he tocado yo, evito las reuniones de varias personas innecesarias, etc.). No obstante, si se diera el caso de una situación difícil y compleja, conviene descomponer el problema en partes y ordenar las prioridades, por ejemplo, la decisión de suspender una manifestación o las Fallas de Valencia. Hemos de procurar que no sea el miedo el que dirija nuestras acciones, sino la racionalidad, la funcionalidad y el mayor beneficio o menor daño a corto, medio y largo plazo.

Ante situaciones críticas, como la que vivimos, conviene hacerse un pequeño plan de actuación personal. Esto puede parecer excesivamente artificial o complejo, pero, en realidad, nos puede simplificar mucho la vida cotidiana. Nos puede ayudar a tener una gran parte de las cosas organizadas y a tener los criterios a mano para evaluar las situaciones sin tener que dedicar mucho tiempo diario a construir criterios continuamente o a dar vueltas a las cosas hasta agotarnos (pensamiento circular y obsesivo).

Podemos comenzar por escoger y escribir aquellos criterios que nos resulten útiles. Suelen tener un carácter general y están destinados a resolver la mayoría de las situaciones cotidianas.

Pongo algunos ejemplos para orientarnos:

  1. Responsabilidad. Cada decisión que tome habrá de ser coherente con mi sistema de valores, con las necesidades (individuales y colectivas), con las leyes y con las recomendaciones de las autoridades (sanitarias y gubernamentales). Por ejemplo, aunque no me prohíban asistir a un mitin, eso no significa que esté obligado a hacerlo, no significa que sea conveniente hacerlo y no significa que deba hacerlo si, además, tengo algún síntoma respiratorio. Será mi ética y mi responsabilidad la que me lleve a decidir si es mucho más prudente y cívico quedarme en casa.
  2. Protección. La protección de las personas, empezando por mí y continuando por el resto, pero dando prioridad a las personas más vulnerables, será mi prioridad. Por lo tanto, toda acción que tome estará dirigida a este objetivo. Ejemplos:
    1. Pensar que soy inmune a todo, es una actitud poco realista e imprudente, provoca riesgos innecesarios para mi y para los demás. Todos estamos expuestos, por lo tanto, conviene tomar medidas de protección.
    2. Si me dan la mano, aunque tema parecer descortés, adoptaré una actitud constante de protección combinándola con una conducta de respeto, consideración, cortesía, amabilidad y asertividad. Por ejemplo, puedo sonreir, pero pongo las manos juntas en actitud de gratitud e indico que prefiero utilizar ese tipo de saludo.
    3. Si voy al supermercado, me lavo las manos antes de salir de casa. Durante todo el tiempo que esté fuera no me toco la cara ni la ropa. Cuando llego a casa, me lavo las manos. Puedo utilizar guantes desechables de un uso.
    4. Ni que decir, si estornudo o toso me tapo con el codo, utilizo un pañuelo desechable y lo tiro.
  3. Información. Elegiré las fuentes de información rigurosa, por ejemplo, la web de la OMS o la del Ministerio de Sanidad, Economía o el Consejo de Europa, Banco Central, la intervención de profesionales de la salud, más que los informativos que solo me aporten datos numéricos o información alarmista e incompleta. No buscaré la morbosidad de las cifras y del catastrofismo, ni tampoco huiré de las noticias o esconderé la cabeza debajo del ala. Conviene estar bien informado para ejercer la responsabilidad con libertad y respeto.
  4. Solidaridad. No adoptaré conductas egoístas. Pensaré si esa conducta puede tener repercusiones negativas para otras personas y en qué medida puedo evitarla o puedo combinarla con otras medidas o acciones complementarias menos radicales o perjudiciales. Por ejemplo, si tengo que permanecer en casa en cuarentena porque he dado positivo o tengo sospechas de que puedo estar contagiado, pero no me han hecho pruebas aún, es razonable que solicite entrega a domicilio de los víveres. No parece muy sensato que vaya constantemente al supermercado. Tampoco parece sensato que compre víveres para un mes si no suelo hacerlo y si, además, con ello, genero aglomeraciones en los supermercados que pueden provocar un mayor contagio.
  5. Rigor y Veracidad. No transmitiré noticias sobre el virus, su prevención, curación o tratamiento, que no sean oficiales, aunque piense que son muy ‘interesantes’.
  6. Amabilidad, ecuanimidad y Bondad. No utilizaré el virus como excusa para ejercer la hostilidad contra alguien o algo o satisfacer mis deseos de crítica contra el gobierno u otras autoridades. La mezquindad que encierra ese tipo de conductas es preferible no ejercerla nunca, pero mucho menos en situaciones como esta. Las conductas mezquinas, solo ponen de manifiesto la actitud de la persona que las practica. La crítica es mezquina cuando es innecesaria, inoportuna e injusta, a sabiendas de que lo que pretendemos es manipular la opinión de alguien, sacando ventaja de la vulnerabilidad de ciertas personas, del rencor y los deseos de venganza de otras, o de la incapacidad para aceptar los resultados de las urnas de otras. La talla moral y humana de las personas se refleja siempre, pero más aún si cabe en estas situaciones.
  7. Visión amplia. El cortoplacismo puede conducirnos a una situación posterior más problemática. Conviene actuar siguiendo los criterios de prioridad que hayamos establecido. No conviene cambiarlos continuamente para adaptarlos a las coyunturas y deseos más inmediatos. La disciplina y el tesón son de gran ayuda en estas circunstancias.
  8. Disfrute. Tengo muchas cosas por las que estar satisfecho y disfrutar y con las que entretenerme: Lectura, juegos, hablar por teléfono con mi familia y amigos, costura, manualidades, bricolaje, escribir, redes sociales, películas, estudio online, etc. Puedo tomar el sol incluso a través de la ventana, en caso de no poder salir al parque o de no disponer de un pequeño patio, jardín o terraza. En la mayoría de los casos, puedo salir a horas en las que no haya casi gente, o puedo ir a lugares donde sé que hay pocas personas y evito el contagio. Si puedo estar con mis hijos, es una ocasión para repasar materias académicas olvidadas y también para ejercitar mi responsabilidad y valorar la función de los docentes. Es una ocasión para jugar plácidamente y para disfrutar de su compañía. Si les transmitimos nervios, estarán nerviosos, si les transmitimos paz, estarán tranquilos. Tomemos un tiempo para plantearnos nuestra actuación.
  9. Paciencia. Aceptar los ritmos y el malestar sin desesperar. Evitar caer en pensamientos del tipo: a ver si esto pasa ya; no puedo soportarlo; esto va a ser una catástrofe; es terrible que me suceda esto a mi… etc. La paciencia no significa inacción, significa aceptar el ritmo de las cosas y aprovechar el tiempo para hacer aquello que sí puedo hacer (ver el epígrafe anterior). La paciencia nos dará bienestar, la impaciencia nos generará más problemas (ansiedad, enfado, frustración, ira, mal humor, falta de energía, abandono, etc.). La paciencia nos ayudará a no actuar llevados por la impulsividad, la inmediatez del deseo, el aburrimiento o el miedo a la pérdida.
  10. Conciencia plena. Aprovechar que el ritmo social se ralentiza debido a las medidas y los cambios (menos desplazamientos, menos prisas, cancelación de eventos…) para dedicar una atención plena a cada cosa que hacemos, pensando en que eso es lo más importante en ese momento: preparar los desayunos, ducharnos, contar un cuento, escuchar a un ser querido, pensar en el menú de hoy… Aprovechar un ritmo social más ‘saludable’ para recrear en casa entornos de silencio, meditación, paz y serenidad. Aprovechar para practicar la relajación (respiración, musculatura, mente). Tomar conciencia, observar y escoger las mejores opciones, nos colocará en posición para avanzar hacia la solución.
  11. Elegir batallas. Dónde queremos pelear y dónde no merece la pena aplicar tiempo, esfuerzo y energía. Plantearnos si necesitamos discutir, debatir o hacer ver nuestra posición o nuestro criterio o es suficiente con nuestro convencimiento interno, dejando el debate para otra ocasión. Escogeremos muy bien a qué damos importancia y a qué cosas no. Evaluaremos qué conductas de los demás nos molestan lo suficiente como para tomar medidas (poner límites, apartarnos u otras medidas) o por el contrario, podemos sobrellevarlas sin mayor problema y con un mínimo coste. En definitiva, elegimos si deseamos desgastar nuestra energía en batallas sin sentido o con poco interés.

En la vida cotidiana, en los pequeños sucesos del día a día, está la aplicación de estos u otros criterios y por lo tanto las respuestas a nuestro bienestar y a la superación de los problemas. Dar importancia al proceso del día a día es más útil y sano que estar ansiosos por salir de la situación. ¿Por qué? Porque la calidad de nuestro día dependerá de las conductas que adoptemos en cada momento, y esa calidad también es un factor importante de salud. Lo importante no es salir a toda costa de la situación, lo importante es vivir lo mejor posible mientras afrontamos este u otros problemas.

Mi papel, mi responsabilidad

Como vemos, cada persona tiene un papel responsable, fundamental, en esta crisis psico-socio-sanitaria. La responsabilidad puede adoptar muchas formas. La irresponsabilidad también. Cada situación cotidiana es un escenario para que adoptemos decisiones ordenadas, justificadas y ajustadas a las condiciones y necesidades del momento/etapa.

La responsabilidad supone hacer lo que está en mi mano para gestionar del mejor modo posible la situación y el momento. La garantía de que se hace lo posible reside en cada uno de nosotros de forma individual. En cada una de nuestras decisiones, minuto a minuto, tanto en las pequeñas oportunidades (que son la mayoría) como en las grandes ocasiones (que son excepcionales) pueden contenerse las mejores actitudes y conductas para afrontar esta crisis.

Por lo que hemos comentado hasta ahora, el bienestar de cada persona depende de tres tipos de factores:

  • Biológicos (el frío, el calor, los virus).
  • Psicológicos (decisiones, razonamientos, emociones, conductas…). Por ejemplo, cuando afronto la situación con serenidad, responsabilidad y el mejor humor posible.
  • Sociales (apoyo familiar, hospitales, trabajo, economía). Por ejemplo, dispongo de un sistema de salud pública que me atiende cuando lo necesito y de un trabajo que me permite cierta flexibilidad.

El malestar o bienestar, depende de estos tres ámbitos que interactúan entre sí. El papel de cada individuo en interacción con el papel del resto de individuos y del conjunto de la sociedad es  fundamental para desarrollar al máximo posible las conductas de salud que protejan o que permitan actuar del modo más eficaz ante un virus o cualquier otra enfermedad o problema.

A excepción de aquellas personas con rasgos sociopáticos (lo cierto es que hay más rasgos de este tipo de los deseables), entre el resto de personas, aquellos individuos que adoptan decisiones y conductas coherentes con sus necesidades, criterios y valores culturales y sociales, desarrollan un mayor sentimiento de satisfacción, plenitud y bienestar. El bienestar psicológico tiene gran incidencia en el bienestar físico y social, y se produce a través de la integración y coherencia de los sistemas cognitivo y emocional. Una decisión coherente y congruente con los valores y necesidades de una persona, produce satisfacción y placidez, elimina la ansiedad y las conductas impulsivas o tóxicas, evitando, por ejemplo, el consumo de alcohol, la compulsividad ante el tabaco o las drogas y otras conductas de riesgo.

Las conductas coherentes, repetidas en el tiempo y que acaban transformándose en hábitos adquiridos, provocan la estabilidad, la resiliencia, el buen humor, la paciencia ante la adversidad, la confianza en un futuro mejor, la proactividad para generar un presente más satisfactorio. No se trata de pretender la perfección, que es imposible, de lo que se trata es de hacer lo que esté en nuestras manos para lograr mayores cotas de bienestar, haya o no haya virus.

Emociones: Dolor y disfunciones

Contenidos:

  1. Cada emoción tiene efectos en el cuerpo
  2. Dolores crónicos y causas emocionales
    • Indefensión aprendida
    • Caso de Migraña: Diana
  3. Problemas Sexuales
    • Caso de disfunción eréctil: Luis

1. Cada emoción tiene efectos en el cuerpo

Dependiendo de las emociones, experimentamos sensaciones corporales distintas.

Si nos observamos con calma, cuando sentimos emociones con cierta intensidad podemos notar sensaciones en nuestro cuerpo: placidez, relajación, placer, aceleración cardiaca, respiración entrecortada, calor, frio, hormigueo, sequedad, sudor, acidez, moqueo, salivación, diarrea, tensión muscular, posturas de alerta…etc.. 


Estas sensaciones son los cambios fisiológicos -orgánicos, químicos y eléctricos- con los que reacciona nuestro organismo ante determinadas emociones. Por ejemplo, ante una situación interpreto que hay peligro (lo haya o no); inmediatamente, en mi cerebro se da la señal de alarma; en respuesta a esta señal, otras funciones activan ‘instrucciones automatizadas’ y se desencadenan respuestas autónomas ante los mismos. Todo esto sucede en milésimas de segundo.

Los cambios se producen de forma automática sin que nosotros las ‘decidamos’ de forma voluntaria. Son reacciones de nuestro organismo que están programadas de forma evolutiva. Es decir, ante la misma tipología de emoción, y parecida intensidad y duración de la misma, todas las personas tendrán el mismo tipo de reactividad orgánica.

Pero se puede interpretar la situación de diferente forma (significado no peligroso) y reaccionar con distinta actitud emocional (intensidad, duración, severidad…), e incluso con distintas emociones, ante circunstancias parecidas. El estilo o hábito emocional se aprende a lo largo de la infancia y adolescencia.

Lo que nos diferencia a unas personas de otras son los hábitos emocionales, es decir el estilo emocional aprendido con el que reaccionamos a las mismas o parecidas situaciones.

El estilo emocional es como el surco que una experiencia repetida genera en los circuitos neuronales, del mismo modo que se hace un sendero con el paso continuo de una persona por el mismo lugar.

El estilo emocional es parte de nuestra personalidad. Por ejemplo, hay personas con tendencia a actitudes más ‘preocupadas’ y que están en un estado emocional de hiper alerta, vigilantes y al acecho de cualquier problema. Otras actúan más ‘relajadas’, confían más en su capacidad para resolver los problemas que se presentan y no necesitan estar alerta de forma constante. Este es solo un ejemplo entre los muchos que podemos encontrar en función de la personalidad.

Es obvio que cada una de estas personas va a experimentar distintas reacciones orgánicas en su cuerpo. Los tres sistemas principales del cuerpo (Sistema Nervioso, Sistema Cardio-Vascular y Sistema Endocrino) van a activarse ante las señales que el cerebro de cada persona va a tramitar, elaborar e interpretar, procedentes de la propia mente y de los sentidos.

Por ejemplo, la persona de tipología ‘preocupada’ activará muy constantemente los circuitos y vías neurológicas del estrés y/o la ansiedad, mientras que la ‘relajada’ activará constantemente los circuitos y vías de la tranquilidad, serenidad y relajación. Podemos hacernos una idea de que lo mismo sucede para otras tipologías o perfiles de personalidad: impulsivos, irritables, iracundos, violentos, reflexivos, tristones, fantasiosos, obsesivos, exigentes, rígidos, ciclotímicos, etc…

Como cada sistema, circuito neurológico o vía hormonal tiene efectos distintos sobre el organismo, cuanto más activemos uno de ellos, más efectos de ese estilo tendremos.

De este modo, una tristeza continuada puede producir efectos en los sistemas cerebrales de activación/motivación y el de recompensa, generando pérdida de activación de neurotransmisores monoaminérgicos como la serotonina, la dopamina (cocaína/anfetamina del cerebro) y la norepinefrina; colinérgicos como la acetilcolina (nicotina del propio cerebro) o la histamina (reguladora del sueño);  así como de liberación y recepción de endorfinas, entre ellas la encefalina (morfina/heroína del propio cerebro); anandamida (el cannabis/marihuana del propio cerebro).

Además del efecto que estos neurotransmisores producen en las funciones cognitivas, emocionales y ejecutivas del cerebro (memoria, decisiones, voluntad, ánimo, concentración, cálculo, comprensión, etc.), también está la química que viaja por la sangre y su efecto en el resto de los órganos del cuerpo.  El nuevo cóctel químico que estamos produciendo con un estado de ánimo intenso y persistente va directamente a la sangre. El torrente sanguíneo se encargará de viajar por el cuerpo con el nuevo coctel de ingredientes para alimentar a nuestros órganos.  La alteración de la ‘alimentación’ química de nuestros órganos va a alterar su correcto funcionamiento y a la larga podemos desarrollar enfermedades: alergias, problemas gástricos, disfunciones del intestino o del colón, infecciones, catarros, amigdalitis… etc.   Esa alteración puede llevar a disfunciones y enfermedades crónicas.

Si en vez de tristeza lo que padecemos es estrés, el cuerpo reacciona de otro modo. Nuestros músculos se tensarán, aceleramos el ritmo cardiaco, produciremos adrenalina. Esta tensión continuada puede llevarnos a desarrollar distonías, dolores de cabeza, migrañas, dolor de hombros, agotamiento…

Si sufrimos ansiedad (miedo, temor, pánico, inseguridad, indefensión), las reacciones de nuestro cuerpo serán parálisis motora, falta de riego sanguíneo a nuestras extremidades, descontrol de esfínteres, producción de adrenalina…

Si padecemos enfados continuos, ira, cambios de humor repentinos, dificultad para controlar nuestros impulsos, aumentaremos repentinamente el ritmo cardiaco, dilataremos las venas y produciremos una explosión rápida de hormonas que llegan al torrente sanguíneo, sin dar tiempo al organismo para sintetizar y equilibrar.

Si no nos sentimos queridos; si sentimos que no servimos para nada; si sentimos que no hacemos lo suficiente; si creemos que necesitamos siempre más cosas…. En cada caso vamos a establecer, activar y sobre activar circuitos neurológicos, funcionales, hormonales y orgánicos diferentes con distintas consecuencias.

La relación entre salud y emociones es muy estrecha, uno de los casos más paradigmáticos de esta relación, puede ser la vivencia de la indefensión aprendida y el desarrollo de afecciones en distintos órganos del cuerpo. Me detendré un poco en la explicación de este fenómeno dada su importancia para la vida del adulto.

Indefensión aprendida

La indefensión aprendida es un conflicto psicológico que refleja la impotencia de una persona para enfrentarse a situaciones de peligro, injusticia, abuso, violencia, problemas, conflictos o desagrado. Generalmente, se desarrolla durante la infancia en entornos hostiles donde no se protege la integridad de los pequeños (entorno familiar, escolar…); en entornos de poca atención y cuidados; en entornos con falta de criterio y racionalidad…  Puede perdurar durante la vida adulta de la persona, y si no se pone remedio, puede prolongarse toda la vida, con consecuencias crónicas.

En estos casos, se vive por parte del menor la imposibilidad de afrontar y solucionar el problema de inseguridad, peligro, desprotección, violencia o abuso, incluso de huir, escapar o luchar. Se dan dos circunstancias para sentir esa incapacidad de afrontar satisfactoriamente la situación hostil: 1) falta de atención y/o protección de los adultos; 2) falta de recursos cognitivos y emocionales, debida a la escasa edad y las dificultades para evaluar y gestionar ese tipo de situaciones. Esta vivencia reiterada, provoca la falta de confianza para afrontar este tipo de escenarios y produce la convicción de que no existe la posibilidad de solucionar o escapar de ese problema. Al cabo de un tiempo se convierte en una indefensión aprendida.

Los/las menores que la sufren, desgraciadamente suelen enfrentarse a estas situaciones con frecuencia. En estas condiciones, sus reacciones fisiológicas serán el resultado de las emociones que experimentan.

Las emociones más habituales serán temor, inseguridad, desconfianza, ansiedad, miedo, pánico y preocupación. Las respuestas conductuales psicomotoras serán de evitación o ‘paralización’. Los cambios cognitivos serán: falta de concentración, confusión y déficit en procesamiento de información. Sufrirán fatiga física y cambios en el sueño.

Las reacciones fisiológicas serán múltiples, todas ellas activadas por conexiones entre la amígdala y otros núcleos del cerebro: 

  • La paralización (regulada en parte por conexiones activadas entre la amígdala y la sustancia periacuductal gris (sPAG)).
    • En la expresión del miedo también interviene el sistema endocrino, que producirá exceso de cortisol (regulado por la amígdala y el eje hipotálamo-hipofisosuprarrenal (HHS)). Una prolongada activación del HHs y su excesiva  liberación de cortisol puede tener consecuencias significativas: riesgo de enfermedad arterial o coronaria, diabetes e infarto.
    • Otros cambios producidos durante la respuesta de miedo se manifiestan en la respiración (regulada por la activación amigdalar del núcleo parabraquial (NPR)). Una respiración disfuncional puede llevar a intensificar el asma, sensación de asfixia o una deficiente oxigenación del cerebro y otros órganos del cuerpo.
    • Las respuestas autonómicas del miedo incluyen también aumento de la tasa cardiaca y la tensión arterial (reguladas por activación de las conexiones entre amígdala y nucleo locus coeruleos). Su activación continuada puede provocar riesgo de ateroesclerosis, isquemia cardiaca, infarto y muerte súbita.

Además de las apuntadas antes, hay otras consecuencias que se manifiestan en el cuerpo de un menor: pérdida del control de esfínteres; tos; dolor abdominal; fatiga; problemas de piel (psoriasis, eccema, erupciones); pérdida del apetito; dolores de cabeza; dolores musculares, etc.

Algunas o la mayoría de estas reacciones conductuales y manifestaciones fisiológicas del temor, miedo y la indefensión aprendida pueden hacerse crónicas y permanecer hasta la edad adulta en personas que no han superado la indefensión o que tienen aún alguna dificultad para resolver con asertividad parecidas situaciones.

Para desarrollar la indefensión aprendida no es necesario que la vivencia traumática (de desprotección) del menor sea muy intensa, basta con que sea muy significativa. Por ejemplo, la falta de orientación adecuada por parte de un adulto ante situaciones de conflicto o problemáticas puede generar conductas erróneas con consecuencias no deseadas que lleven al menor a la experiencia de la “indefensión” por falta de recursos y de ayuda.

Esta falta de orientación y ayuda se traduce en la ausencia de asertividad y puede expresarse en dificultad para poner límites; problemas para expresar las emociones; temor a no ser queridos; exceso de auto exigencia; miedo a cometer errores; dificultades para tomar decisiones; miedo a la responsabilidad; inseguridad para asumir compromisos; desconfianza; preocupación constante;  etc.

La evaluación psicológica es una herramienta de elevadísima utilidad para identificar y trabajar estas dinámicas emocionales-fisiológicas-orgánicas que nos producen malestar, desequilibrio, enfermedades y dolores crónicos.

Una correcta evaluación psicológica y un diagnóstico riguroso puede ser el principio para acabar con nuestro malestar y realizar un cambio sustantivo y permanente en nuestra calidad de vida.

2. Dolores crónicos y causas emocionales 

El dolor físico puede ser la consecuencia de un estado emocional intenso. Puede ser un dolor ocasional o puede transformarse en un dolor crónico que no remite con analgésicos u otros fármacos.

Un dolor de cabeza se puede producir como consecuencia de una tensión emocional prolongada o intensa. Un dolor de estómago se puede producir como consecuencia de la ansiedad ante una situación. Un dolor de espalda se puede producir como consecuencia de un estrés intenso o prolongado… Cualquiera de estos dolores puede convertirse en una disfunción constante o periódica que nos impide una vida completamente funcional.

En muchísimos casos, el dolor físico es la expresión sensible del ‘dolor’ emocional. En nuestra cultura somos más conscientes del dolor físico que de nuestro padecer emocional. Hay muchas situaciones que nos provocan respuestas emocionales poco funcionales (desproporcionadas, frecuentes, intensas) debido a una mala gestión de nuestro sistema cognitivo-emocional.

La somatización se define como la transformación de un conflicto psíquico en enfermedad orgánica o síntomas somáticos.

Hay bastantes casos y ejemplos de este proceso (alergias, afecciones cutáneas, irritación de colón, parálisis…).

Algunos estados emocionales en adultos son origen y desencadenantes de un porcentaje elevadísimo de dolores (migrañas, neuralgias, contracturas y tensiones musculares) y de otras afecciones (cardiacas, neurológicas, hormonales, infecciosas) y de su cronificación.

Quiero describir un caso real de dolor en adulto, tratado en mi consulta, para ilustrar esta relación. Por razones obvias de secreto profesional y respeto a la intimidad de estas personas, he cambiado el nombre y algunas de sus características y circunstancias, de modo que sea imposible su identificación.

Caso de Migrañas: Diana

Diana es una mujer de 50 años. Ha sido diagnosticada de Migraña con areola. Las migrañas se presentan como crisis espontáneas -que duran 2 días de media- con dolores de cabeza muy fuertes en un lado de la cabeza; con expresión punzante en el globo y cuenca ocular; fotofobia; hipersensibilidad a los ruidos; secreción mucosa nasal profusa con taponamiento o sin él; cansancio (fatiga) corporal profundo; falta total de energía e incapacidad para realizar cualquier tarea; pérdida de apetito; problemas con el sueño; dificultades de concentración; pérdida de habilidades cognitivas (memoria, cálculo, razonamiento, decisiones…).

Cuando Diana tiene las crisis se ve obligada a faltar al trabajo lo que le preocupa mucho porque se siente culpable de no cumplir con sus compromisos y responsabilidades. Es ingeniera y trabaja por cuenta ajena en un puesto intermedio con mucha responsabilidad. Se considera una persona responsable y rigurosa que disfruta mucho de su trabajo pero con una ambición profesional y económica relativa. Da mucha importancia a desarrollarse de un modo equilibrado en muchos planos de actividad. Le gustan las relaciones sociales, le gusta el deporte, la lectura, el cine, el arte, la naturaleza, la cocina y aprender o profundizar en las cosas. En la actualidad tiene pareja estable desde hace 10 años y no tienen hijos por voluntad de ambos.

Antes de ser diagnosticada de migraña, estuvo 5 años con estos problemas, que iban a más, sin que encontraran solución al problema. Durante ese tiempo le recetaron distintas medicaciones que no tenía el efecto necesario o que perdían su efecto al cabo de unos meses (ibuprofeno, paracetamol, opioides…).

Cada vez estaba más preocupada por no saber el origen de su malestar ni cómo tratarlo. La única solución que le daban era farmacológica.

Diana no se resignaba a vivir dependiente de las pastillas el resto de su vida pero, además, sabía por experiencia que los fármacos no eran la solución porque no eliminaban el problema, con frecuencia ni siquiera lo paliaban.

Leía cosas sobre la alimentación, sobre la fisioterapia, sobre las intervenciones… Nada le aportaba una explicación lógica y eficaz para poner remedio a su malestar, cada vez más incapacitante.  La última médica de cabecera fue la única que escuchó atentamente y supo enfocar un diagnostico inicial de forma sensata y con buen ojo clínico. Le hicieron TAC de las cervicales y detectaron una rectificación de la lordosis cervical. La doctora de cabecera le confirmó que lo más probable era que sus dolores tuvieran origen en una postura disfuncional provocada por tensión emocional mientras trabajaba utilizando el ordenador. Esta explicación fue la llave que dio paso a comprender el verdadero origen de su malestar.

La tensión emocional, provocaba tensión en hombros, cuello y nuca que eran los causantes de que se tensará la musculatura que sujeta la cabeza, la cual a su vez estaba comprimiendo los nervios que inervan parte del cerebro y provocaban esos dolores que la incapacitaban.

A partir de ese momento, Diana se observó con mucha más frecuencia y pudo comprender perfectamente que cuando trabajaba frente al ordenador durante muchas horas,  además, activaba ciertos hábitos emocionales de estrés y también de ansiedad. Cuando fue consciente de cómo estos hábitos de estrés y ansiedad le estaban provocando la adopción de posturas automáticas disfuncionales y cómo estas estaban generando incluso cambios anatómicos con consecuencias tan negativas, decidió poner remedio a través del trabajo emocional. Entonces vino a la consulta.

Lo primero que identificamos a través de la entrevista y de la evaluación fue un temor irracional a equivocarse y una gestión tóxica de su responsabilidad que se convertía en rigidez, obligación y auto exigencia que, a su vez, inmediatamente se traducían en posturas del cuerpo (cuello, hombros, brazos..) tensas y disfuncionales.

En su diálogo interior producía de forma constante mensajes del tipo: “Sería terrible si cometo un fallo”, “No seré capaz de terminar esto”, “Tengo que acabarlo hoy”, “No puedo equivocarme”, “Tiene que salir perfecto”, “No puedo permitirme ni un despiste”, “Tengo que ser capaz de impresionar”, “Tiene que ser el mejor informe…”, “Tengo que demostrar que valgo”, “Tienen que quedarse impactados”, “Debería ser más creativa”, “Debería estudiar más a fondo esto para estar a la última”….

Comprendió rápidamente lo poco funcionales que eran esos diálogos interiores y cómo generaban estados emociones estresantes y de ansiedad, dejando, además un poso de frustración y sensación de malestar.

Trabajamos hábitos de relajación y entrenamiento en diálogos interiores mucho más sanos, racionales y funcionales. Al mismo tiempo, aprendió a identificar los primeros síntomas de las crisis antes de que se produjeran para modificar las actitudes emocionales y las posturas resultantes.

Identificaba pronto los primeros síntomas: secreción nasal, insomnio, leve dolor de cabeza, rigidez, respiración entrecortada…Aprendió a chequear su estado general con una cierta frecuencia para anticiparse y prevenir las actitudes emocionales disfuncionales y sus correlatos fisiológicos y conductuales.

Hoy en día, después de 3 años, la mejoría es notable. Desde hace 1 año no ha vuelto a tener crisis tan graves. Es plenamente consciente del origen de su problema, aunque a veces se olvida y sin querer adopta viejos hábitos, pero en cuanto se da cuenta o a los primeros síntomas de malestar, les pone freno y previene las crisis.

Su calidad de vida ha mejorado de forma sustancial, además, está animada y esperanzada porque se da cuenta de que, si sigue entrenando hábitos emocionales más funcionales, logrará el bienestar pleno algún día. Ha ganado mucha confianza en sí misma y se ve como una persona muy capaz, sin exigencias y con recursos y habilidades para afrontar las situaciones y dificultades que la vida le depare.

3. Problemas Sexuales

Las emociones también condicionan la respuesta sexual: el deseo, el placer, la erección, la lubricación, etc. Para ilustrar las explicaciones posteriores, empezaremos por relatar un segundo caso (con nombre ficticio).

Caso de disfunción eréctil: Luis

Luis es un hombre de 45 años de edad, divorciado con hijos y directivo de una empresa de tecnología. Acude por primera vez a la consulta por un problema sexual. Desde hace años tiene problemas de erección y está perdiendo el deseo sexual, cada día que pasa está más desanimado. Ha pasado por diversos especialistas (urólogo, andrólogo, cardiólogo…) y le detectaron niveles elevados de colesterol en sangre. El diagnóstico, relacionó la posible pérdida de erección y testosterona con este problema cardiovascular. Corrigió ciertos hábitos de consumo (alcohol, grasas, tabaco) poco saludables. Al cabo del tiempo, la analítica general es correcta pero sigue teniendo problemas de erección y el deseo sexual ha disminuido.

Acudió a consulta después de buscar en internet y leer la web donde abordo todos los temas de sexualidad (www.cota5.es). Su lectura le dio algunas claves hasta ese momento ignoradas y le produjo cierta esperanza.

Durante la evaluación de su problema se pusieron de manifiesto algunas actitudes y conductas muy frecuentes durante las relaciones sexuales (también en otros entornos): alto nivel de estrés, hiper vigilante, anticipativo, exigente, controlador, facilidad para frustrarse, baja aceptación del fracaso, etc).

Analizamos la relación entre estas actitudes y ciertas emociones: inseguridad; frustración; desánimo; estrés; ansiedad; preocupación; enfado; ira… También evaluamos la función probable que estas emociones tenían en sus conductas y cómo podían estar bloqueando o dificultando una vivencia satisfactoria de la sexualidad.

Analizamos cómo estas emociones provocaban cambios fisiológicos en su organismo (sistema nervioso, vascular y hormonal) que hacían prácticamente imposible que se produjera la respuesta sexual fisiológica esperada (erección).

Iniciamos una terapia breve para que modificara su concepción de la sexualidad e interiorizara un modelo mucho más sano, funcional y eficaz con actitudes y conductas para el placer y el juego.

Entrenó técnicas cognitivas (ideas racionales; dialogo erótico..) y técnicas conductuales (relajación y concentración). Logró experimentar mucho más placer y erotización; y como consecuencia, recuperó la erección, el deseo sexual, la confianza en sí mismo y las ganas de disfrutar de la intimidad.

De paso, equilibró un poco su actitud ante el trabajo y el logro, dando paso a una conducta mucho menos estresante en todos los escenarios de su vida.

Estos son solo algunos ejemplos de las dificultades que nos puede causar un estilo o actitud emocional inadecuado. De estas reflexiones, creo útil extraer alguna idea a modo de conclusión. La primera es la importancia de observar nuestro cuerpo, detectar nuestras emociones y ver como interactúan ambos. La segunda es que muchas veces nuestros problemas físicos son solo una expresión o un aviso para que tiremos del hilo y encontremos la verdadera causa

Ser útiles para otros

No presumir de nuestros logros puede ser un acto útil para otras personas. Ser tolerantes con las limitaciones de los demás también es un acto útil para otras personas. No aconsejar a quién no nos pide consejo, es un acto útil hacia esa persona. No ayudar a quién no lo necesita también es un acto útil para esa persona. Manifestar el cariño por encima de las diferencias con otras personas, es un acto útil para la convivencia. No focalizar en los errores de los demás, es un acto útil para las relaciones. No imponer nuestra visión de las cosas es un acto útil para los demás.

Aceptar y respetar las decisiones de otras personas, aunque no coincidan con nuestro criterio, es un acto de utilidad. Compartir, disfrutar y alegrarnos de los logros y el bienestar de los demás, es un acto de utilidad. Promover el bienestar de otros, atendiendo a sus necesidades, respetando sus objetivos, valores y principios, es un acto de utilidad. Escuchar los errores de otros, empatizar con ellos y apoyarles en los momentos difíciles, también es un acto de utilidad.

Hay un larguísimo etcétera de actos útiles que podemos practicar a lo largo del día. Un acto útil puede requerir poco o mucho esfuerzo, depende de nuestra personalidad. Para algunas personas, frenar sus impulsos de aconsejar a alguien indicando lo que debería hacer , es un acto de gran auto regulación porque de forma casi automática tienden a pensar que sus consejos son ‘ideales’ para resolver o ayudar a la persona que (generalmente con paciencia) los escucha. En este caso, para esta persona esta utilidad requerirá de un notable esfuerzo. Primero para tomar conciencia de que sus consejos quizás no son requeridos; segundo para ‘morderse la lengua’ y respetar el modo de proceder de la otra/s personas, por más que piense que están equivocados.

Nos podemos marcar objetivos y proyectos para llevar a cabo estos actos de utilidad ‘social’. Tener proyectos: imaginarlos, diseñarlos, planificarlos y ponerlos en práctica es una actividad muy estimulante, gratificante y satisfactoria.

Si, además, tienen utilidad para otras personas, mucho más satisfactorios. Un proyecto no necesita ser ni complejo ni difícil, puede ser desde una pequeña actividad para una situación concreta, hasta una tarea más compleja y de larga duración. Un proyecto puede ser algo personal o algo colectivo. En ambos casos, será satisfactorio y, en ambos casos podrá tener repercusiones positivas en el entorno.

Un proyecto con utilidad personal como aprender inglés, windsurf o encaje de bolillos, nos puede favorecer personalmente y, de paso, puede contribuir a mantener el trabajo de otras personas.

Un proyecto con utilidad para otros (individuos o colectivos), tiene por objetivo mejorar algún aspecto -por pequeño que sea- de la vida de otras personas. Lograrlo, significa que somos solidarios, tomando conciencia de las necesidades de otros individuos y poniendo nuestros recursos y habilidades al servicio de un mundo más justo y equitativo.

Utilizar nuestros recursos (intelectuales, emocionales, sociales, técnicos…) para equilibrar los desajustes sociales (económicos, educativos, de alimentación, de vivienda, etc.) supone un acto de generosidad y de empatía. También de inteligencia social.

Ambas cualidades, generosidad y empatía, son habilidades que nos acercan más a la sabiduría; favorecen nuestra integración en la sociedad; nos hace sentirnos más plenos; contribuyen a un estado de bienestar y satisfacción; nos concilian con el entorno; dan sentido a nuestra vida.

La inteligencia social contribuye a un mundo más equitativo, más saludable, con más oportunidades para todos. Lograr esa equidad es trabajar para que existan menos injusticias, menos desigualdades y menos problemas sociales.

Por otra parte, el desarrollo y puesta en práctica de un proyecto, estimula nuestra creatividad, activa nuestra capacidad intelectual, nos provoca el interés por estar informados, demanda compromiso y da sentido a nuestra vida cotidiana. La satisfacción personal de contribuir al bienestar social es muy saludable.

El bienestar social facilita el desarrollo de todos los individuos, mejora el nivel de vida de un país, una población o un grupo social. La calidad de vida o el índice de bienestar no se mide solo ni principalmente por el producto interior bruto, aunque éste forme parte de un conjunto de indicadores. El índice de bienestar está relacionado con la huella ecológica (calidad del medio ambiente), la salud, el acceso a la educación, las oportunidades de trabajo, el nivel de ingresos, la calidad de la alimentación y vivienda, el entorno inmediato…

Si nuestro proyecto personal incluye la contribución a la mejora de cualquiera de estos factores, estaremos favoreciendo una sociedad más equitativa, más digna, más desarrollada, más feliz. Las diferencias sociales y las desigualdades que conllevan no favorecen el desarrollo sostenible de una sociedad.

La existencia de injusticias, la falta de oportunidades, los entornos hostiles, los déficits de afecto o atención, las dificultades educativas, los abusos, la explotación, la falta de conocimientos, la falta de recursos o habilidades sociales, etc., favorece la existencia de tensiones, conflictos, irregularidades, marginalidad y problemas sociales. Nuestra contribución puede estar dirigida a cualquiera de estos aspectos. Cuantas más personas dediquen sus proyectos personales (aunque sea una mínima parte) al bienestar social, más logros obtendremos en conjunto.

La integración de todos los ciudadanos, facilitándoles el acceso a todas las oportunidades de desarrollo humano que nuestra cultura oferta a los más privilegiados, creará una sociedad enriquecida, madura, libre, equitativa, justa, responsable y solidaria. La creencia que justifica la desigualdad en las diferencias genéticas es una creencia errónea, irracional, acientífica, sesgada y quizás -desgraciadamente- interesada.

Es triste que ese tipo de creencias puedan justificar la existencia de desigualdad e injusticia. La herencia (no la genética) no puede nunca justificar las diferencias sociales por más que haya sido y sea uno de los grandes condicionantes de la desigualdad en el acceso a las oportunidades. Las desigualdades sociales solo están basadas en dinámicas y estructuras sociales perversas que hemos de reajustar para lograr su equilibrio.

Las deficiencias en la educación del entorno familiar se han de compensar con una educación más profunda, sólida y amplia en la organización social (escuela, instituciones deportivas, campamentos…). Las deficiencias en el acceso a las oportunidades debidas a la posición social (ingresos, educación, trabajo), hemos de limarlas, mejorando la equidad, el proceso de integración y la extensión de las oportunidades.

Nuestro proyecto personal puede incluir acciones cotidianas que contemplen una actividad solidaria para lograr ese bienestar social.

Un cambio de creencias y de actitudes, puede ser nuestro primer paso.

Quitarnos la venda que nos hace ciegos frente a la realidad, es un paso importante.

Tomar conciencia de nuestra responsabilidad como ciudadanos privilegiados es otro acto para contribuir al bienestar social. Nuestros privilegios, en gran parte, son el resultado de haber nacido en un entorno con oportunidades.

Somos responsables de compartir con los menos privilegiados.

Cuando nos lleva la corriente

Vivir de cara al escaparate

Vivir conforme a lo establecido, sin pararse a pensar qué necesitamos para vivir en plenitud, es tanto como interpretar el papel que nos han asignado en una obra. Obra que ni hemos escrito ni dirigimos y de la que, aunque nos sintamos protagonistas, somos meros personajes prisioneros.

Hay muchos aspectos de la vida que están pautados ordenados y guiados por normas, costumbres y expectativas sociales: estudiar, trabajar, pagar impuestos, votar, tener un teléfono, utilizar el transporte, usar la electricidad… y un larguísimo etcétera. Son parte de un guion social preestablecido.

Para integrarnos en la sociedad, conviene seguir muchos de estos patrones establecidos. Seguir esas pautas puede facilitarnos mucho la convivencia, la vida profesional y familiar y las relaciones sociales en general.

Sin embargo, muchas otras pautas y reglas no son necesarias para nuestra satisfacción, bienestar y plenitud. No nos ayudan a ser los protagonistas y directores de nuestro propio guion.

Por ejemplo, la posibilidad de viajar es una realidad al alcance de la gran mayoría de personas de Occidente. Sin embargo, esa posibilidad se ha convertido en una especie de ‘regla’ social de modo que las personas que no viajan o no pueden viajar, por la razón que sea, se pueden sentir presionadas a hacerlo o se sienten mal por no hacerlo, teniendo que dar todo tipo de explicaciones y excusas a quienes preguntan.

Otro ejemplo parecido podría ser la utilización de las redes sociales. Lo que puede ser entretenido, útil y placentero como opción libre, puede convertirse en motivo de discriminación, crítica o marginación si la sociedad lo establece como ‘norma’ y las personas se sienten presionadas a utilizarlo.

Hay muchos ejemplos de este tipo: Instagram; blogs; famoseo; los cuidados físicos; la delgadez; las modas en general; la tecnología último modelo; las despedidas de solteros/as; las grandes celebraciones; estar informado; …

Cuando entramos por el ‘aro’ y utilizamos o practicamos este tipo de actividades sin analizar cómo nos relacionamos con ellas, qué nos van a aportar, qué significado tienen para nosotros, qué consecuencias va a tener, etc., estamos cayendo en una trampa. Generalmente es una trampa que beneficia a un sector (mercado, instituciones, grupos sociales…) pero no nos beneficia a nosotros pese a que podría parecernos lo contrario. Quizás, sintamos muy superficialmente que esa actividad nos produce cierto placer y sensación de bienestar. Probablemente, esa sensación dure muy poco, sea poco profunda y nos haga repetir la acción para volver a sentir otra vez lo mismo. Puede incluso generarnos adicción.

Muchas veces lo que nos va a producir a medio plazo -a veces incluso a corto plazo- es una sensación de decepción porque esperábamos mucho más de esa actividad (un viaje, una boda, una compra, un título universitario…). Cuando las expectativas forman parte de un guion que nos han escrito y que nosotros seguimos ingenuamente, esas expectativas no necesariamente coinciden con la realidad que vamos a vivir y/o esa realidad no se ajusta a nuestras necesidades.

Un ejemplo muy típico de este tipo de casos son las vacaciones. Las vacaciones tienen un efecto paradójico si no las abordamos sabiamente. Ese efecto paradójico consiste en que lo que pensamos que nos va a producir bienestar puede ser la causa de nuestra ansiedad, estrés, desasosiego, decepción o frustración. Con esto no quiero decir que las vacaciones sean malas. No creo que en sí mismas sean buenas o malas, todo depende de cómo las abordemos.

Muchas veces, uno empieza a pensar que está cansado cuando sabe que se acercan las vacaciones. ¿En qué medida se debe a que llevamos meses trabajando y estamos cansados y/o en qué medida es debido a que pensar en las vacaciones nos hace sentir que las necesitamos y eso nos conduce a sentir que ya no queremos seguir haciendo lo que nos ocupaba. Cuanto más pensamos que no deseamos continuar aquí trabajando y más ansiamos empezar las vacaciones, nos generamos más inquietud, menos disfrute por lo que hacemos y nos restamos energía y motivación, lo que puede producir sensación de cansancio: nos falta motor y gasolina.

Por otra parte, una vez que cogemos las tan deseadas vacaciones, algunas veces no son como las habíamos imaginado. Hemos anticipado lo bien que estaríamos, que todo nuestro cansancio iba a desaparecer, que nuestro aburrimiento o malestar -incluidos problemas- se iban a disipar. Sin embargo, nos encontramos con unas vacaciones planificadas en donde los aviones fallan, los retrasos nos cansan, el hotel no es lo silencioso que nos gustaría, la playa está más lejos de lo que nos esperábamos, los restaurantes están a tope…Pero, además y más importante, estamos irritables, todo nos molesta, no acabamos de llegar a acuerdos con nuestra pareja o nuestros compañeros de viaje, sentimos que no acabamos de asentarnos…

No queremos que todo eso nos pase y nos sentimos frustrados o decepcionados porque no somos felices y en vacaciones ‘deberíamos’ serlo. Pero no nos permitimos aceptarlo y mucho menos reconocerlo y abordarlo abiertamente. No lo reconocemos porque cuando se está de vacaciones uno está obligado a pasárselo bien, aunque uno no sepa muy cómo lograrlo. Esa decepción soterrada, silenciosa y ocultada, nos hace sentirnos peor porque creemos que no podemos compartirla, que no nos iban a entender. Empezamos a sentir que somos unos bichos raros porque creemos que el resto del mundo se lo está pasando muy bien. Esa sensación incide y aumenta nuestro malestar.

En estos casos, lo mejor que podemos hacer es escucharnos, aceptar nuestra frustración y decepción; analizar la causa; aprender qué factores nos llevan a la incomodidad y procurar adaptarnos a la realidad, sin esperar que la realidad se adapte a nosotros. Desmontamos ideas preconcebidas, desmontamos esquemas poco realistas…y para las siguientes vacaciones, tomaremos buena nota de qué es lo que de verdad necesitamos en cada momento. De ese modo, planificaremos de forma más realist

Vivir conforme a lo establecido, sin pararse a pensar qué necesitamos para vivir en plenitud, es tanto como interpretar el papel que nos han asignado en una obra, que ni hemos escrito ni dirigimos y, de la que, aunque nos sintamos protagonistas, somos meros personajes unidos por hilos que otros manejan.

Por otra parte, ser un rebelde permanente, contestando y retando al sistema de forma continua puede ser agotador y tener un saldo final con un coste personal muy elevado. Sin duda, tanto la opción del conformismo y plena adaptación, como la opción de la rebeldía permanente, son los dos extremos entre los que se haya un sutil equilibrio, que también requiere de gran habilidad y esfuerzo, quizás con menos costes personales y también con más satisfacciones.

Hay muchos aspectos de la vida que están pautados ordenados y guiados por normas, costumbres y expectativas sociales: hablar un idioma, ser cortés, vestir, estudiar, trabajar, pagar impuestos, votar, tener un teléfono, utilizar el transporte, usar la electricidad… y un larguísimo etcétera.

Para integrarnos en la sociedad, conviene satisfacer muchos de estos patrones establecidos. Seguir esas pautas, puede facilitarnos mucho la convivencia, la vida profesional y familiar y las relaciones sociales en general.

Aunque satisfagamos ciertos requisitos, tenemos opciones: cómo lo hacemos; dentro de esas pautas o requisitos, qué alternativas elegimos; a qué damos prioridad; qué equilibrio creamos entre requisitos y actividades de elección absolutamente personal, etc. El grado de libertad con el que evaluemos y hagamos la elección de estas opciones va a depender de nuestra autonomía personal, nuestra capacidad de ser creativos, la confianza en nuestros recursos y habilidades, el respeto por nuestras propias necesidades y darnos el derecho a modelar nuestro presente y su futuro, al tiempo que desarrollamos habilidades en los requisitos sociales.

Además de los requisitos para la integración social, muchas otras pautas y reglas no son requisitos ni son necesarios para el desarrollo de nuestra personalidad, más bien al contrario, nos alejan de convertirnos en personas con criterio, autónomas, responsables y conscientes de tomar decisiones sanas y convenientes para nuestro bienestar. Suelen ser opciones creadas por el mercado para generar demanda entre la población, quien compra sus ideas, productos o servicios y los acaba convirtiendo en sus ‘necesidades’ personales, para las que dedica gran parte de su esfuerzo, economía y tiempo.

Por ejemplo, el placer de viajar es una actividad muy lúdica y satisfactoria para muchas personas. Viajar puede aportar infinidad de experiencias positivas: amplía nuestra cultura, nos proporciona libertad, nos amplía la apertura mental, practicamos la orientación, y un largo etc. Esa oportunidad que hoy es una realidad al alcance de muchas personas de Occidente, no lo es de igual manera para todos, no todos la aprovechan del mismo modo y no tiene el mismo sentido y resultado para todos.

¿Por qué estas diferencias? Obviamente, la personalidad de cada individuo influye en cómo vivimos las experiencias, qué significado tienen para nosotros, qué objetivo pretendemos lograr y cómo las encajamos y combinamos con el resto de actividades de nuestra vida. Hay otros factores que también influyen en este diferente modo de influir o afectar a cada persona. Uno de ellos es el nivel de autonomía con el que hacemos las cosas. ¿Las hacemos para satisfacer una necesidad o las hacemos para dar una imagen? ¿Las hacemos para obtener un gran placer o las hacemos para no sentirnos marginados? ¿Las hacemos porque sabemos que nos van a reportar experiencias interesantes y las viviremos con plenitud, o creemos que lo pueden hacer porque otras personas así nos lo transmiten?

Viajar es tan solo un ejemplo de muchas otras actividades y elecciones que realizamos en nuestra vida cotidiana.

Siguiendo con el mismo ejemplo, esa opción que debe ser personal y meditada se ha convertido en una especie de ‘regla’ social, de modo que muchas personas que no viajan o no pueden viajar, por la razón que sea, se pueden sentir presionadas a hacerlo, o se sienten mal por no hacerlo, teniendo que dar todo tipo de explicaciones y excusas a quienes preguntan. Como quién no se compra un piso en la era de las hipotecas, o no bebe una copa de alcohol en una reunión social.

Hay formas muy sutiles de calar en la psicología de las necesidades personales, también hay formas menos sutiles pero tan persistentes que calan igualmente. Aprender a identificar lo que nos aportará satisfacción, placer, crecimiento personal y estabilidad, convendría que fuera una asignatura de habilidad social en nuestro currículum desde la infancia.

Otro ejemplo parecido podría ser la utilización de las redes sociales. Lo que puede ser entretenido, útil y placentero como opción libre, puede convertirse en motivo de discriminación, crítica o marginación si la sociedad lo establece como ‘norma’ y las personas se sienten presionadas a utilizarlo.

Hay muchos ejemplos de este tipo: Instagram; blogs; famoseo; los cuidados físicos; la delgadez; las modas en general; la tecnología último modelo; las despedidas de solteros/as; las grandes celebraciones; estar informado; …

Cuando entramos por el ‘aro’ y utilizamos o practicamos este tipo de actividades sin analizar cómo nos relacionamos con ellas, qué nos van a aportar, qué significado tienen para nosotros, qué consecuencias va a tener, etc., estamos cayendo en una trampa. Generalmente es una trampa que beneficia a un sector (mercado, instituciones, grupos sociales…) pero no nos beneficia a nosotros pese a que podría parecernos lo contrario. Quizás, sintamos muy superficialmente que esa actividad nos produce cierto placer y sensación de bienestar. Probablemente, esa sensación dure muy poco, sea poco profunda y nos haga repetir la acción para volver a sentir otra vez lo mismo. Puede incluso generarnos adicción. También puede generarnos insatisfacción, conflicto interior, desasosiego, inquietud, ansiedad…temor… porque no nos aporta lo que esperábamos.

Muchas veces lo que nos va a producir a medio plazo -a veces incluso a corto plazo- es una sensación de decepción porque esperábamos mucho más de esa actividad (un viaje, una boda, una compra, un título universitario…). Cuando las expectativas forman parte de un guion que nos han escrito y que nosotros seguimos ingenuamente, esas expectativas no necesariamente coinciden con la realidad que vamos a vivir.

Un ejemplo muy típico de este tipo de casos son las vacaciones. Las vacaciones tienen un efecto paradójico si no las abordamos sabiamente. Ese efecto paradójico consiste en que lo que pensamos que nos va a producir bienestar puede ser la causa de nuestra ansiedad, estrés, desasosiego, decepción o frustración. Con esto no quiero decir que las vacaciones sean malas. No creo que en sí mismas sean buenas o malas, todo depende de cómo las abordemos.

Muchas veces, uno empieza a pensar que está cansado cuando sabe que se acercan las vacaciones. En qué medida se debe a que llevamos meses trabajando y estamos cansados y/o en qué medida es debido a que pensar en las vacaciones nos hace sentir que las necesitamos y eso nos conduce a sentir que ya no queremos seguir haciendo lo que nos ocupaba. Quizás nos sentimos mal en nuestro trabajo y pensamos que las vacaciones son la salvación. Quizás no sentimos que tenemos capacidad para solucionar nuestros problemas o dificultades laborales y pensamos que las vacaciones nos alejan y podemos ‘respirar’ un tiempo. Cuanto más pensamos que no deseamos continuar aquí trabajando y más ansiamos empezar las vacaciones, nos generamos más inquietud, menos disfrute por lo que hacemos y nos restamos energía y motivación, lo que puede producir sensación de cansancio: nos falta motor y gasolina.

Por otra parte, una vez que cogemos las tan deseadas vacaciones, algunas veces no son como las habíamos imaginado. Hemos anticipado lo bien que estaríamos, que todo nuestro cansancio iba a desaparecer, que nuestro aburrimiento o malestar -incluidos problemas- se iban a disipar. Sin embargo, nos encontramos con unas vacaciones planificadas en donde los aviones fallan, hay huelgas, los retrasos nos cansan, el hotel no es lo silencioso que nos gustaría, la playa está más lejos de lo que nos esperábamos, los restaurantes están a tope…Pero, además y más importante, estamos irritables, hace calor, la gente habla muy algo, todo el mundo parece feliz, pero todo nos molesta, no acabamos de llegar a acuerdos con nuestra pareja o nuestros compañeros de viaje, sentimos que no acabamos de asentarnos…

No queremos que todo eso nos pase y nos sentimos frustrados o decepcionados porque no somos felices y en vacaciones ‘deberíamos’ serlo. Pero no nos permitimos aceptarlo y mucho menos reconocerlo y abordarlo abiertamente. No lo reconocemos porque cuando se está de vacaciones uno está ‘obligado a pasárselo bien’, aunque uno no sepa muy bien cómo lograrlo.

Esa decepción soterrada, silenciosa y ocultada, nos hace sentirnos peor porque creemos que no podemos compartirla, que no nos iban a entender porque los demás son muy felices. Empezamos a sentir que somos unos bichos raros porque creemos que el resto del mundo se lo está pasando muy bien. Esa sensación incide y aumenta nuestro malestar.

En estos casos, lo mejor que podemos hacer es escucharnos, aceptar nuestra frustración y decepción; analizar la causa; aprender qué factores nos llevan a la incomodidad y procurar adaptarnos a la realidad, sin esperar que la realidad se adapte a nosotros. Desmontamos ideas preconcebidas, desmontamos esquemas poco realistas…y para las siguientes vacaciones, tomaremos buena nota de qué es lo que de verdad necesitamos en cada momento. De ese modo, planificaremos de forma más realista y también, nos alejaremos del guion que han escrito para nosotros, mientras vivimos y escribimos nuestro propio guion.

Si tomamos conciencia de que nuestro bienestar depende de satisfacer nuestras ‘verdaderas’ necesidades y que esas necesidades no son las que tratan de venderme las compañías de viaje, los comercios, los fabricantes de coches, etc., habremos aprendido algo muy importante. Ahora nos queda escucharnos, identificar esas necesidades y elegir el modo de cubrirlas de forma sana.

Es solo uno de tantos ejemplos de lo que puede decepcionarnos y frustrarnos cuando creemos estar viviendo nuestra vida con nuestras necesidades y en realidad estamos experimentando distanciamiento de de ellas. Lo que satisface a otros no tiene por qué satisfacernos a nosotros. Lo que pensamos que satisface a otros, quizás es solo producto de una imagen que nos tratan de trasladar.

El deseo de venganza

Un sentimiento que nos impide avanzar

El deseo de venganza nos debería servir como un termómetro emocional para saber que no estamos gestionando el dolor, la humillación o alguna afrenta personal de la manera más sana.

La venganza es un sistema para resarcir o compensar los daños que hemos recibido o hemos creído recibir de otra persona, de nuestro entorno o de la sociedad. Sin embargo, no es un sistema saludable de compensación o resarcimiento. No lo es por varias razones que trataré de explicar.

  1. El deseo de venganza genera malestar en quién lo experimenta
  2. El deseo de venganza nos impide avanzar, nos centra en el daño y gasta nuestra energía en destruir, no en construir bienestar.
  3. El deseo de venganza indica que damos un exceso de importancia y autoridad a quién/es nos han causado el daño, humillación, etc.
  4. El deseo de venganza nos indica nuestra dificultad para aceptar la realidad, aprender de la situación y crecer en autonomía y bienestar.
  5. La venganza, aunque logremos materializarla, no diluye ni soluciona nuestro daño.
  6. La venganza, si logramos llevarla a cabo, genera más daño…
  7. La compensación de los daños se debe llevar a cabo por un mecanismo de justicia, no de venganza.
  8. El resarcimiento de los daños se debe realizar por un procedimiento que cause el menor daño posible.
  9. La herida emocional causada por el daño se sana mediante la ecuanimidad, la comprensión, la aceptación (que no conformidad) de la injusticia, la actividad constructiva, los afectos positivos y placenteros.

Los sentimientos negativos hacia una persona o un colectivo son procesos internos que generan toxinas en nuestro cuerpo. El deseo de venganza está anclado en este tipo de sentimientos corrosivos. El cerebro es una ‘fábrica’ química, donde ponemos en circulación diversos transmisores y receptores químicos como resultado de la activación o desactivación de ciertas funciones y circuitos neuronales. Simplificando, un pensamiento de odio y rencor y su correlativa emoción altera la producción de neurotransmisores (serotonina, dopamina, noradrenalina, histamina, acetilcolina, etc.) produciendo un desajuste hormonal y químico, así como un estado de ánimo, afectando a la memoria, la concentración, la capacidad de análisis, la relajación, la voluntad…etc.   Cuantos más deseos de venganza, significa que más rencor u odio sentimos, por lo tanto, más desajustes provocamos en nuestro organismo.

Pensar en la venganza significa que nos centrarnos en el daño que nos han hecho (o creemos que nos han hecho) lo que conlleva que gran parte de nuestro pensamiento y nuestra energía la dediquemos a recrearnos en el dolor, el malestar, la humillación, el enfado… en vez de disfrutar de todo lo bueno que tenemos en nosotros mismos y a nuestro alrededor. Pensar en la venganza es optar por permanecer en el daño, en vez de optar por disfrutar del placer.

El deseo de venganza nos está señalando la importancia que concedemos en nuestra vida a esa persona o grupo de personas. Cuanto más pensemos en ellas, más cabida les damos en nuestra vida, más tiempo les dedicamos, más energía destinamos a su existencia. Esa dedicación es una decisión personal, que podemos cambiar cuando queramos. Nuestra voluntad decide a qué actividad o a qué personas queremos dedicar nuestro tiempo. La voluntad de dedicar tiempo a cosas constructivas, placenteras y sanas es un acto de responsabilidad y equilibrio.

Podemos aprender de todo tipo de situaciones. Cada ocasión es una oportunidad que podemos aprovechar para entrenar habilidades: la tolerancia, la comprensión, el hedonismo, la ecuanimidad, la creatividad, la planificación, la prevención… Todas estas habilidades nos facilitan la vida y con ellas podemos obtener cotas de bienestar más elevadas. Cuando sentimos dolor por alguna ‘afrenta’, el dolor también es una fuente de aprendizaje. Podemos entrenar nuestra capacidad para transitar por el dolor y superarlo. Podemos entrenar nuestra confianza en que seremos capaces de afrontarlo sin que el miedo al dolor nos paralice. Podemos entrenar la bondad para comprender y compadecer a otras personas que tienen rencor o maldad en sus conductas. Este aprendizaje nos dará autonomía y nos hará crecer como personas. Nos dará solidez, resiliencia y bienestar.

 Por otra parte, vengarnos de alguien no soluciona nuestro daño. Añadiremos a nuestro daño el convencimiento íntimo (aunque tratemos de engañarnos) de haber actuado mal, o el convencimiento íntimo de que seguimos teniendo malestar y que no hemos logrado superar nuestro dolor por el daño que nos causaron. La venganza solo genera más daño.

Es lógico que una sociedad civilizada y regida por normas y reglas de conducta, proceda a resarcir o compensar un daño. Esto se hace mediante acuerdos o bien mediante la intervención de la Justicia. El ideal sería que no se produjeran daños pero eso es utopía. Queramos o no los daños se producen de forma voluntaria o involuntaria. Si somos capaces de hablar, expresar nuestra queja, negociar y llegar a un acuerdo, mucho mejor.

La aceptación de que se nos puede infringir algún tipo de afrenta, injusticia, maltrato o desconsideración, es un primer paso para adoptar la mejor actitud y conducta para afrontarla o incluso para prevenirla si es posible. Si pensamos que es imposible o que eso no debería sucedernos a nosotros, cuando suceda probablemente nos pillará por sorpresa, nos indignaremos más y tendremos menos recursos disponibles para afrontarlo de forma funcional y sana.

Sucede que en la mayoría de los casos el daño se produce en el contexto emocional, no en el contexto material, ni siquiera en un contexto que sea objeto de las normas o leyes escritas. En estos casos, dependiendo de nuestra relación con el/los causantes, conviene que evaluemos de forma objetiva y ecuánime la situación, quizás convenga que nos tomemos un tiempo para pensar, digerir y elaborar la mejor respuesta. Trataremos de resolver cualquier sentimiento de rencor u odio hacia esa persona/s, nos centraremos en buscar soluciones positivas al conflicto o al dolor. Trabajaremos la confianza en nuestros recursos. Consultaremos a alguien cuya conducta e ideas nos merezcan respeto. No permitiremos que nuestra respuesta sea el resultado de la venganza.

La mayoría de las veces, basta con decir a esa persona “lo que has hecho me ha dolido” o “lo que has hecho me ha afectado negativamente”, etc.

Otras veces, si consideramos que la conducta de la otra persona es persistente y no sabe/quiere cambiar, deberemos optar bien por reducir nuestra relación y evitar esas situaciones en las que esa conducta tiene lugar, bien por tomar otras medidas. En cualquier caso, como adultos, será responsabilidad nuestra poner límites a esa persona, bien directamente o bien a través de otras personas/recursos. Cuando la conducta es persistente, en tales circunstancias no debemos esperar que sea la otra persona la que cambie por voluntad propia. Debemos tomar las riendas por completo.

Si no es posible poner esa distancia porque estamos ante una situación laboral o personal que nos vincula necesariamente, entonces nos conviene desarrollar estrategias que nos coloquen en una posición menos permeable, menos vulnerable y que nos afecte menos dicha conducta. En caso de que esto no de resultado, lo mejor será consultar con algún profesional, bien psicólogo, bien abogado. También podemos exponer la situación ante superiores (trabajo) o personas con autoridad (familia) para que intervengan.

Sea cual fuere el motivo, la conducta o el escenario donde se produce el daño, la venganza nunca es una compañera ecuánime y certera. Podemos cometer muchos errores si nos dejamos guiar por ese tipo de sentimientos. Como vemos, existen otros recursos que nos hacen más fuertes, resilientes y autónomos, es nuestra decisión optar por ellos.

La negación

Una trampa emocional

¿En qué consiste la negación?

Es la actitud y conducta de actuar y pensar como si una realidad no formara parte de nuestra vida, como si no existiera.

La negación se puede practicar en ámbitos de las relaciones, del aprendizaje, de la vida laboral o académica, de la salud, etc.

Puede formar parte de nuestro estilo de pensamiento y por lo tanto de nuestra personalidad o puede ser una respuesta concreta en un momento de nuestra vida.

La negación puede ser una estrategia individual o puede ser el resultado de un aprendizaje familiar.

¿Cómo es el proceso de la negación?

El proceso de la negación tiene un origen, un mantenimiento o afrontamiento y una cronificación o disolución. Obviamente, si mantenemos la negación, se cronificará, influyendo en nuestra vida de modo que no nos permitirá resolver los problemas. Si tomamos conciencia y la afrontamos, podremos disolver la negación y gestionar el problema satisfactoriamente.

La negación puede tener distintos orígenes:

  1. El dolor, el miedo al dolor y el temor a no ser capaces de gestionar el dolor.
  2. La falta de confianza en nuestros recursos para superar una situación.
  3. La falta de motivación para realizar los cambios necesarios para solucionar un problema.
  4. La soberbia
  5. La ignorancia  

La negación como estrategia para huir o paliar el dolor es muy frecuente. Deriva de un déficit en habilidades emocionales o cognitivas para gestionar el dolor. El dolor se puede producir por un hecho ajeno a nosotros o por nuestra propia conducta.

Si es un hecho ajeno a nosotros, como el dolor de una pérdida, de un rechazo o de una enfermedad, la negación comienza cuando no queremos admitir la realidad. No la queremos admitir porque anticipamos todas las consecuencias negativas, tristes, dolorosas, incomodas… que esa nueva situación -no deseada- nos va a causar, y anticipamos también que nuestra vida va a ser casi ‘imposible’ o muy difícil con esa nueva realidad que nos disgusta. Un claro ejemplo sería cuando nos dan un diagnóstico grave, cuando nos despiden del trabajo o cuando fallece un ser querido.

Si la negación deriva de un hecho provocado por nuestra propia conducta, el proceso comienza cuando no queremos hacernos responsables de haber cometido un error. Este miedo a la asumción de responsabilidades puede estar provocado por la soberbia (narcisismo) o falta de humildad, o puede estar provocado por un pobre autoconcepto y la desconfianza en nuestros propios recursos para solucionar la situación creada por nuestra conducta. El miedo a reconocer nuestra responsabilidad nos puede llegar a negar nuestra implicación. Como ejemplo clásico de este tipo de negación serviría el de muchos políticos que echan siempre balones fuera.

Muchas veces, la ignorancia sobre aspectos importantes de la conducta humana, las relaciones sociales, los códigos de actuación, los protocolos, las jerarquías, etc., hacen que no veamos la realidad con toda su complejidad, incluso negando aspectos de la misma que parecen obvios ante una visión más perspicaz. Un ejemplo de este tipo de negación sería la postura que defiende una explicación únicamente biológica (genética, fisiológica) como causa de los problemas mentales.

En ocasiones, la falta de motivación para hacer un esfuerzo personal y poner en marcha los mecanismos de cambio, llevan a que las personas optemos por negar el problema, tratando de ese modo de liberarnos (siquiera superficialmente) del problema. Un caso típico de esta tipología de negación es el sobrepeso o cualquier otro tipo de adicción (alcohol, tabaco, otras drogas, juego…)

Cómo afrontar la negación

Hay que tener en cuenta que este proceso de afrontamiento se puede realizar con la ayuda de un/a psicólogo/a que nos puede orientar y acompañar para hacer nuestro camino de forma muy eficaz.

El primer paso consiste en entrenar la confianza en nuestros recursos para manejar el malestar (dolor, miedo, inquietud, impaciencia…) o para aprender técnicas y desarrollar habilidades que nos capaciten para gestionar esas emociones de forma funcional, sana y eficaz. Tendré presente en todo momento que voy a ser capaz de transitar y experimentar el dolor o la molestia y superarlos.

El segundo paso es aprender a identificar esa conducta, que a veces puede ser muy sutil o estar tan arraigada que nos cuesta ser conscientes de su existencia.

Una técnica bastante eficaz para detectar un proceso de negación es ‘escuchar’ nuestras emociones y algún diálogo interior o auto instrucción. Ciertas emociones como la inquietud, la angustia y la irascibilidad, nos pueden estar indicando que hay un conflicto interior que no hemos resuelto. Conviene intentar identificar ese diálogo interior y ver qué estamos ‘silenciando’. Eso que tratamos de silenciar, es un proceso de negación. Otras veces, el insomnio o la falta de relajación, también nos están indicando que hay algo ‘pendiente’ de abordar y que estamos evitando.

El tercer paso consiste en analizar las causas que me llevan a la negación. Este paso lo haré teniendo siempre presente mi confianza y capacidad para aprender. A veces es doloroso identificar las razones que me conducen a la negación. Otras veces es muy liberador. En cualquier caso, aprender a analizarlo y a afrontar su superación, será siempre liberador, satisfactorio y nos capacitará para vivir con mayor serenidad, responsabilidad y satisfacción.

El cuarto paso consiste en planificar las acciones que me van a llevar a superar el problema que estaba negando.

El quinto paso será ponerlas en práctica. Mientras las practicamos, evaluamos la eficacia de nuestro plan, las dificultades, ventajas y progresos que estamos realizando. Nos daremos el reconocimiento que nos merecemos por nuestro trabajo y esfuerzo. Reforzaremos la confianza en nuestra capacidad de cambiar, aprender y mejorar conductas.

Consecuencias negativas de la negación

La negación no resuelve el problema ni elimina la realidad, por lo tanto, cuando negamos estamos posponiendo la solución o estamos agravando y cronificando nuestro dolor.

Si pensamos (creemos) que vamos a ser incapaces de resolver ese dolor o solucionar el problema que nos aflige, estamos reduciendo la confianza en nuestras capacidades y potencial de afrontamiento, nos estamos generando una indefensión ante la vida. Esta sensación de indefensión es probable que afecte a más áreas de nuestra vida.

Por otra parte, si mantenemos la negación, podemos incurrir con frecuencia en conductas indeseables (adicción, violencia, irresponsabilidad, victimismo, posposición, impulsividad…) que nos van a dificultar el bienestar, la integración y la satisfacción personal.

Cuanto más tiempo neguemos una realidad, más difícil será afrontarla. Para mantener la negación habremos creado todo una andamiaje (estructura) de autoengaño, evitación, ocultamiento… que nos habrá supuesto un gran desgaste de energía. También habremos desarrollado actitudes, pensamientos y conductas colaterales de apoyo a la negación, para hacer posible la existencia. Este tipo de apoyos pueden ser, la falta de reflexión, la falta de autocrítica, la falta de entrenamiento en habilidades de afrontamiento, la mentira, la ocultación, la desconfianza hacia nosotros, la desconfianza en otros, conductas obsesivas…

Ninguna de estas actitudes y conductas de apoyo a la negación es saludable para nosotros. Ninguna de ellas va a contribuir a nuestra integración social ni a nuestra sensación de bienestar.

Os animo a que trabajéis para resolver vuestras áreas de negación. Es un gran paso para la aceptación de uno mismo y para el cambio.

Respeto

Un entrenamiento para la salud

¿Qué es el respeto y qué relación tiene con la salud?

¿Qué ventajas personales y sociales tiene respetar?

¿Qué relación tiene la auto estima con el respeto hacia uno mismo?

¿Cómo me hago respetar y al mismo tiempo respeto a los demás?

¿Cómo defiendo mi ideología al tiempo que respeto la de otros?

¿Cómo entreno la habilidad del respeto?

El respeto es precursor del bienestar.

El respeto hacia uno mismo y hacia los demás es un principio de convivencia social. Pero, además, es un precursor de nuestro bienestar y nuestra salud.

El respeto hacia los demás nos lleva a valorar y reconocer el derecho de otras personas a pensar y actuar de forma diferente. El respeto hacia uno mismo nos lleva a reconocer y valorar nuestro propio derecho a obrar y pensar como consideremos oportuno. La existencia de respeto mutuo nos lleva a negociar, lograr acuerdos, ceder, poner límites (reglas, leyes) y convivir.

La actitud y conducta respetuosas generan asertividad, paz interior, bondad, tolerancia, objetividad, racionalidad y equilibrio. La actitud y conducta respetuosas evitan la ira, el estrés, la ansiedad, la cólera, la irritación, la humillación, el rencor, la reactividad, la impulsividad… En definitiva, nos ahorran grandes dosis de adrenalina, cortisol, tensión, neuralgias, desajustes hormonales… Por otra parte, contribuyen a generar un clima de lealtad, honestidad, negociación, creatividad, constructivo y de progreso.

Ventajas personales y sociales del respeto

El respeto hacia mí mismo es idéntica actitud que el respeto hacia los demás. Si valido mis emociones y pensamientos y me doy el derecho a ser, pensar y actuar como lo hago, estaré respetando lo que soy y, por lo tanto, tendré buena auto estima. Ese respeto por mí puede entrar en conflicto con los intereses de otras personas. El respeto por los derechos de otros me hará negociar, ceder algo y buscar soluciones que hagan posible el respeto mutuo.

El respeto hacia uno mismo pasa por aceptar nuestras limitaciones, dificultades y errores, al tiempo que nos comprometernos con nuestro crecimiento y mejora como proyecto de vida. El respeto es bondad, pero también es rigor; es tolerancia, pero también es firmeza; el respeto es paciencia y flexibilidad, pero también es tenacidad y disciplina. El respeto es lucidez y racionalidad.

El respeto es una habilidad social que ha emergido a lo largo de la evolución humana. El respeto ha demostrado ser un recurso de excepcional valor para el mantenimiento de la vida. El individuo que se respeta cuida de su vida y la protege. El individuo que respeta a los demás, cuida y protege la convivencia, debido a que la convivencia pacífica y constructiva en la diversidad (objetivos, conductas, culturas, etnias…) ha demostrado ser muchísimo más eficaz que la lucha, la colonización y el sometimiento al poder. La convivencia sin respeto genera enemigos y es un lastre para el progreso humano, que se cobra vidas, salud, energía, recursos y deteriora el entorno natural.

Desgraciadamente, el respeto está lejos de ser un principio interiorizado universalmente como habilidad, aunque esté en boca de la gran mayoría (no la totalidad, ya que aún hoy hay personas que desprecian este principio). Nos queda mucho trabajo aún y conviene que seamos conscientes de que nuestro esfuerzo por aprender a respetar/nos y desarrollar la habilidad del respeto, es un proyecto vital que nos conducirá a grandes dosis de bienestar.

El respeto nos facilita la tolerancia a la diferencia, la discrepancia y la variedad. El respeto nos compromete a elaborar y establecer reglas de convivencia que contribuyan a construir las relaciones, las instituciones y el progreso.

El respeto nos permite establecer límites, defender derechos y libertades fundamentales, impedir conflictos y utilizar los recursos disponibles (individuales y colectivos).

El respeto nos compromete. Nos compromete a defender nuestras posturas, pero también a ceder en parte a su satisfacción, para permitir que otros logren en parte las suyas. Si no estamos dispuestos a ceder en una negociación, no estamos dispuestos a solucionar diferencias o problemas, por lo tanto, no estamos dispuestos a una convivencia en paz.

Una negociación, necesita del respeto. Sin respeto hacia posturas o ideas divergentes no puede haber acuerdo, no puede existir la convivencia pacífica ni el progreso.

Ideología y Principios

La ideología está formada por mis creencias, mis esquemas de cómo quiero que sea el mundo y la sociedad. Mi ideología no puede estar aislada de mis principios porque, entonces, estaré siendo desleal a la cultura en la que vivo y desleal a mi ética personal. Es decir, no puedo defender el derecho a la propiedad al mismo tiempo que robo; no puedo defender el derecho a expresarme al mismo tiempo que legislo en contra de esa libertad de expresión…

Si mi comportamiento es contradictorio y permito que mi ideología dirija mis principios, estaré anulando estos principios; estaré creando un cierto caos, donde todo es válido. Aunque pretenda engañar a otros, maquillando mis conductas, estaré creando una cultura de deshonestidad y de falta de respeto hacia los demás. Esto genera graves consecuencias en una sociedad. Genera, desde luego, una cultura de engaño.

Este tipo de conductas contradictorias, ponen de manifiesto mi falta de habilidad y recursos para la convivencia y para lograr mis objetivos respetando los de otros. Provocaran rechazo, disgusto y necesidad de que los demás defiendan sus derechos y me pongan límites. A veces se manifestarán a través de demandas, a través de las urnas, a través de los juzgados o -en el peor de los casos- a través de vendettas.

Conviene, también, que mi ideología contenga dosis de utopía y dosis de realismo y pragmatismo. La utopía refleja el mundo como me gustaría que fuera, pero a sabiendas de que es un sueño al que tiendo. La realidad refleja el mundo como hoy es posible que pueda ser. Este pragmatismo permite que mi ideología contemple otras ‘ideologías’ existentes y su derecho a querer materializarse, al igual que la mía, y la necesidad de negociar.

De este modo, siempre, mis principios han de estar por encima de mi ideología.  Habrá veces que ambos coincidan y se satisfagan mutuamente. Otras veces, habrá que ceder en los objetivos ideológicos para dar prioridad, siempre, a los principios y valores que rigen mi conducta.

Por esta razón, se pueden defender ideologías ‘radicales’ siempre que al mismo tiempo se defienda a ultranza la negociación para ceder y lograr un término medio, común, que respete una gran parte de las ideas de cualquier postura. Imponer no es una opción compatible con los principios aceptados por nuestra sociedad, aunque sea teóricamente, y reflejados en la Carta de Derechos Humanos. Negociar es utilizar la flexibilidad, la creatividad, el arte de buscar soluciones, la capacidad de elaborar estrategias. Negociar nunca puede ser imponer.

Gobernar cualquier organización social (familia, Educación, Gobierno, Parlamento…) requiere negociación, requiere respeto, requiere honestidad… En definitiva, requiere lealtad y compromiso con los principios y valores fundamentales. Conviene, en todo momento, que estos principios estén por encima de cualquier ideología.

Responder de forma respetuosa en cualquier circunstancia requiere de una gran disciplina, conciencia y auto regulación emocional. Requiere de una gran Inteligencia Social. El ejercicio del respeto indica una gran madurez, un gran sentido cívico, un profundo trabajo personal de auto regulación; en resumen: una gran conciencia y compromiso personal y social.

El respeto es una meta difícil

El respeto es un principio que ha de aplicarse a cualquier circunstancia, sin excepción. Por esa razón es una tarea ardua: en nuestra sociedad y cultura no estamos acostumbrados.

La actitud de respeto es previa a la conducta manifiesta respetuosa. Lograr esa actitud conlleva un ejercicio de reflexión y quizás un cambio profundo en nuestros esquemas arraigados y, por lo tanto, en nuestros hábitos de pensamiento.

A veces, totalmente convencidos de nuestras razones, pensamos que una afrenta, una discrepancia que consideramos intolerable, una postura que nos provoca rechazo, una humillación o crítica, merecen que actuemos desde la falta de respeto hacia quién ha generado tales conductas. De este modo, entramos en una pelea dialéctica (o más grave aún, física), donde echamos mano del insulto, la descalificación, las malas formas (mentira, tergiversación, sesgos). Esta conducta refleja que nos hemos dejado influir por el talante de nuestro entorno (interlocutor/es) y/o por nuestra interpretación de la situación y, en respuesta a ellas, hemos reaccionado con lo que hemos considerado más adecuado a la situación.

Resumiendo, tenemos:

  • Una situación que nos desagrada;
  • Una interpretación negativa de la misma (entre otras posibles);
  • Una conducta irrespetuosa de respuesta, escogida (de forma reactiva o pensada) entre las posibles;

En este ejemplo, parece que no hemos considerado el respeto como un principio inamovible desde el que es posible actuar, defendernos, posicionarnos y poner límites al entorno si pensamos que está trasgrediendo este mismo principio. Quizás pensamos que ese tipo de conductas de los otros, que interpretamos como irrespetuosas o desconsideradas, se merecen el mismo tipo de respuesta por nuestra parte.

¿Nos hemos parado a pensar que quizás los otros actúan desde ese mismo criterio o creencia de reciprocidad y que eso les lleva a actuar de ese modo?

Cualquier conducta está motivada por estímulos íntimos, ya sea como respuesta a un acontecimiento externo (social o natural), ya sea como respuesta a un cambio fisiológico o mental (un sueño mientras duermo). Entre el estímulo que la motiva y la propia conducta de respuesta, existe un sistema mental -esquema- de ‘interpretación’ o dotación de significado que nos permite emitir la respuesta que consideramos más eficaz en función de nuestros objetivos.

Un esquema mental es un marco ideológico desde el que doy significado a las cosas que suceden a mi alrededor y a mi mismo/a. Por ejemplo, si alguien critica mis preferencias políticas o al partido al que suelo votar, inmediatamente mis esquemas mentales se activaran para dar significado a la conducta de quien realiza esa crítica. Esta activación es una conducta automatizada, que he aprendido (construido) a lo largo de mi vida. Puede estar muy arraigada y darme la sensación de ‘natural’ ‘genética’ e ‘inamovible’. No lo es, puede ser entrenada una respuesta alternativa.

Como consecuencia de activar ese esquema, también se activará -de forma automática- la respuesta emocional correspondiente al significado asignado a la situación. Si mi esquema interpreta que la persona que realiza esa crítica no tiene derecho a realizarla o que su crítica es algo negativo, que trata de herirme, que no me da el reconocimiento que merezco, que me cuestiona globalmente o que trata de humillarme, etc., entonces, probablemente, mi reacción emocional contenga sentimientos de tristeza, rencor, humillación, ira, deseos de venganza…

Un esquema mental es el fundamento de una actitud. Si mi esquema es tolerante, flexible, amplio, objetivo y respetuoso con los demás, mi actitud también lo será y, por ende, lo será mi conducta externa, la que muestro ante los demás.

Para un entrenamiento en actitudes y conductas de respeto, es necesario:

  1. Proponernos el objetivo de cambio. Lograr el convencimiento necesario para estar motivados y mantener esa motivación. Razones de peso, creencias y fundamentos que nos ayudarán a invertir esfuerzo y sostener nuestros objetivos.
  2. Tomar conciencia de nuestras conductas no respetuosas. Identificar en qué situaciones y escenarios se suelen producir. Identificar los esquemas que se activan en esas situaciones.
  3. Tomar conciencia de nuestras actitudes y conductas respetuosas. Identificar qué esquemas mentales las originan y tomarlas como ejemplos para el cambio de las no respetuosas.
  4. Establecer plan de acción: las pautas y los escenarios donde empezaremos nuestro cambio. Empezamos por las situaciones más fáciles, accesibles, frecuentes y sencillas. Iremos incrementando la dificultad de las situaciones.
  5. Tomaremos conciencia de los efectos que produce en nuestro bienestar y también en el entorno. Tomaremos conciencia de las dificultades que se producen, de los automatismos y hábitos y del esfuerzo que supone ser conscientes en cada momento y cambiar la respuesta irrespetuosa por una de respeto.
  6. Recordaremos que, como todo aprendizaje y cambio, al principio es más costoso, requiere más esfuerzo, vemos menos resultados y podemos decaer en nuestro entusiasmo y objetivos.
  7. El refuerzo constante nos dará la confianza en que lo lograremos y que nuestra tenacidad y compromiso van a salir reforzados de este proyecto.
  8. El proceso de aprendizaje, en sí mismo, tiene un gran valor para nuestro bienestar si sabemos valorar lo que tiene de positivo: nuestro compromiso, nuestro crecimiento, el desarrollo de habilidades, la esperanza, la satisfacción por cada paso que damos y cada obstáculo que encontramos y transitamos -unas veces superándolo, otras aprendiendo de él-, etc.

Una sociedad es un proyecto en construcción, una persona también. Cada persona, cada ciudadano es responsable de crear un entorno de respeto y dignidad, donde seamos capaces de convivir y obtener bienestar para nosotros mismos y para los demás. Respeto, equilibrio, equidad, solidaridad, justicia… y, por lo tanto, Democracia, son -entre otros- las bases para el verdadero progreso de la humanidad. Quizás otras generaciones descubran más principios útiles para la convivencia, pero hasta el momento, estos parecen ser los más útiles. Aún nos queda recorrido para que toda la humanidad los interiorice y los practique.

La práctica del respeto me ayudará a trabajar la asertividad. La asertividad es la habilidad para defender mis posiciones respetando las posiciones de los demás. La asertividad es la habilidad para darme el derecho a sentir como siento y a pensar del modo que pienso, expresándolo de un modo cordial, sin estridencias y sin imposiciones, a través del dialogo, y aceptando que por principio no todo el mundo va a estar de acuerdo.

La asertividad es la capacidad de disfrutar de algo aunque otros no compartan mi modo de disfrutar. La asertividad respeta los límites de la libertad y derechos de los demás. Desde una actitud asertiva soy plenamente consciente de cuales son los límites a mi libertad y no sobrepasaré los mismos. Desde una actitud asertiva, buscaré mi bienestar teniendo en consideración el bienestar de los demás. La asertividad es un equilibrio entre la búsqueda de satisfacción de mis necesidades, derechos y libertades y las de los demás.

La mentira, la descalificación, la humillación, la imposición, la tergiversación, el engaño, la estafa, la burla, la descortesía, etc., son síntoma de un déficit de asertividad.

La sociedad, las personas podemos equivocarnos y confundir la sociopatía o psicopatía con la asertividad. Cuando vemos personajes públicos que son inmunes o impermeables a las situaciones que generan (malestar social, injusticias, división social, rencores…) creemos erróneamente que se trata de personas muy asertivas (autónomas, independientes…). Es una falsa evaluación. En realidad, hay una diferencia muy notable entre las personas engreídas y las personas asertivas.

Una persona engreída es ególatra, solo piensa en lograr sus objetivos, aunque para ello tenga que someter las necesidades de los demás. No son respetuosos: mienten, tergiversan, manipulan… Ponen los fines por encima de los medios, sin importar que por el camino se lleven por delante a la mitad de la población. La psicopatía y la sociopatía tienen mucho de egolatría, un déficit enorme de consideración por los demás, un déficit grande de empatía por otras personas que no sienten o piensan como ellos. Suelen reaccionar muy mal ante las discrepancias y las diferencias de criterio. No aceptan la negociación en términos de cesión y respeto. En realidad no negocian, solo imponen condiciones.

Una persona asertiva se aleja totalmente de este modelo. Una persona asertiva, será una persona socialmente comprometida. Será una persona considerada, respetuosa y consciente de que su interlocutor también tiene derechos. Por encima de sus intereses concretos y puntuales, pondrá los intereses colectivos generales, porque en todo momento será consciente de que su bienestar, depende del bienestar común. Su ideología política o sus objetivos empresariales o económicos estarán sometidos a sus principios (solidaridad, paz, justicia…).

El miedo, la miseria, los complejos personales, los desequilibrios sociales, la injusticia, la desestructuración familiar, la ideología (religiosa, política), las envidias, la soberbia, la ignorancia, el egoísmo, etc., pueden llevar a una persona a un comportamiento poco asertivo, ya sea impositivo o sea sumiso. Ninguno de estos extremos es saludable para una convivencia hacia el progreso.

Por esta razón es tan importante dotar a la sociedad de una Educación rigurosa, sólida, rica en valores y principios. Pero igualmente importante es dotar a la sociedad de igualdad de oportunidades   para todos sus individuos. El respeto hacia los derechos de los demás, necesita comprender que una sociedad injusta no es respetuosa con el principio de igualdad y con el principio de progreso para la sociedad. El respeto pasa por el compromiso con estos valores. El compromiso es un ejercicio diario, en todos los ámbitos de actuación, no valen gestos puntuales.

Una vivienda digna; un entorno amable y habitable; un salario que permita acceder a los servicios y oportunidades de nuestro entorno social (colegios, cultura, formación); una contraprestación justa para los impuestos cotizados; una distribución equitativa de los recursos, etc. Son síntomas de una sociedad que progresa y respeta a sus ciudadanos.

Los elementos que difieran de ese modelo, serán síntomas de los déficits y desviaciones de los principios que decimos abrazar. Esas desviaciones generan otras desviaciones. Somos responsables del bienestar común y de nuestro propio bienestar.

El placer

La capacidad de disfrutar

«Mis manos recorrían despacio el perfil de su cuerpo que, tumbado de costado, exponía su cadera formando casi un ángulo con la cintura. Me recreaba viendo cómo mis dedos morenos se deslizaban por su piel blanca. Podía sentir cómo su piel entendía mi lenguaje y respondía cálida, amable y gratificada; percibía cómo su cuerpo se adaptaba al paso de mi mano, atrayéndola hacia él. Si paraba, oía una suave y apenas perceptible queja. Jugaba a darle y quitarle el placer. Me entretenía en el arte de entender su sensibilidad, tratando de descubrir y conocer cómo despertaba al placer cada rincón de su piel. Así pasábamos largos ratos, en los que hablábamos y susurrábamos palabras tiernas. A veces, el estado de bienestar y la embriaguez de la cálida tarde nos llevaban a dormirnos. Otras veces, el juego se intensificaba y el deseo de fundirnos nos inundaba como una ola de erotización que nacía dentro de nuestra piel y en el más profundo rincón de nuestro cuerpo. Entonces, nos entregábamos con pasión a los sentidos, a la invasión del placer y la fiesta de las sensaciones. Más tarde, entrelazados y extenuados, nos quedábamos dormidos… Aún hoy, al recordar esas tardes de verano, tumbados sobre la yerba, puedo sentir el placer de aquellos días.»

El placer es la conciencia de una sensación de bienestar físico y/o psicológico que nos invade a través de la sensibilidad y las emociones, y crece con la experiencia y la vivencia de algo que gratifica cualquiera de nuestros sentidos, nuestros estados afectivos, nuestras motivaciones y la propia conciencia, por lo tanto me permito la licencia de incluir el «sentido» de la inteligencia.

La visión de un paisaje bello, una obra de arte, la lectura de algo bien escrito, una conversación interesante o una mirada dulce nos despiertan la sensibilidad, nos abren los sentidos para captar mejor el momento, la imagen, la sensación. Esa experiencia nos produce bienestar. Cuando concienciamos ese bienestar, sentimos placer.

No siempre estamos en la actitud adecuada para experimentar placer aunque las circunstancias puedan ser placenteras. El placer es una impresión subjetiva, igual que el dolor. La intensidad con que vivamos el placer depende de nuestra actitud, disposición, capacidad y preparación para percibirlo, para relajarnos ante su vivencia, para dejar que nos penetre, para tratar de concienciar toda su intensidad y amplitud.

Cuando las personas nos ‘obsesionamos’ con disfrutar, y para ello buscamos situaciones y experiencias que objetivamente podrían ser placenteras y, sin embargo, nos olvidamos de lo más importante, nuestra actitud para el placer, el juego, la sensualidad y las emociones agradables… lo que generamos es una experiencia frustrante, de la que solo obtenemos insatisfacción y malestar. En definitiva, una actitud adecuada para el placer requiere una actitud lúdica. Los temores, inseguridades, exigencias, esquemas rígidos, expectativas, creencias irracionales…y un largo etcétera, impide colocarnos en una actitud de percepción plena y por lo tanto de placer.

El placer es una experiencia en la que se combina la capacidad para disfrutar de lo que tenemos y la capacidad para lograr lo que nos gusta. En el placer sano hay mucho de equilibrio; tan importante es ser capaces de disfrutar con lo más insignificante, en cualquier momento y circunstancia, como importante es saber crear las situaciones en las que más placer obtenemos. En cualquiera de las dos situaciones, el placer va a ser el resultado de nuestra actitud para disfrutar.

La experiencia del placer hace que deseemos reencontrarnos de nuevo con él, que busquemos otra situación similar para recrear nuestros sentidos, para tener ocasión de sentir el mismo bienestar, disfrutando de la sensación de placidez que produce en nuestro estado psíquico y en nuestro cuerpo. De la información e interpretación que hayamos realizado de experiencias anteriores, derivará nuestra capacidad para identificar nuevas situaciones e intuirlas como placenteras.

Si después de tener una relación sexual placentera con otra persona, integramos en nuestra memoria y conciencia qué aspectos, gestos, palabras, comportamientos, circunstancias y contenidos han provocado ese bienestar, estaremos en mejores condiciones de evaluar y seleccionar ocasiones y personas en las que esos elementos puedan estar presentes, y de ese modo, favorecer y contribuir a nuestro placer.

La experiencia, en este sentido, debe ser una actitud voluntaria, motivada, generadora de conocimiento, no un simple acto instintivo. Del mismo modo, las experiencias negativas, dolorosas en las que hemos sentido rechazo, también deben disponernos para no repetir esa situación, tratando de identificar aquello que no nos ha gustado.

El placer que produce la sexualidad se nutre de cualquiera de nuestros sentidos, si los educamos para ello. La vista, el olfato, el tacto, la palabra y el oído, todos ellos pueden participar activamente en la creación de situaciones placenteras en el ámbito erótico.

El placer también se nutre de otro tipo de factores como la afinidad cultural y estética, la comunicación, la similitud intelectual, los contenidos ideológicos, las actitudes relacionales, la admiración, etc. Una experiencia de comunicación, de entendimiento, de sintonía, de empatía cultural, puede hacer emerger el deseo con una intensidad comparable a una caricia o un beso, puede ser incluso mayor afrodisiaco y más duradero. Para poder experimentarlo es necesario ‘abrir’ la capacidad de experimentar en esa línea.

La capacidad de placer, por lo tanto, se educa, se desarrolla, se prepara, se nutre, se mejora, se perfecciona. Es necesario entrenarnos, conocer y aprender los rituales de comportamiento que nos preparan para percibir más allá de lo evidente. La experiencia placentera de un beso puede incrementarse hasta el éxtasis si en el acto de besar aprendemos a percibir por separado, en una especie de cámara lenta, cada sensación física y psicológica que interviene.

Aumentará nuestra percepción del placer si cada gesto mental y físico que acompaña al beso se hace en un ritual que concede la mayor importancia a lo que hacemos. Será mayor nuestro placer si al besar conjugamos nuestro deseo de obtener placer con el deseo de que la persona a quién besamos también sienta placer. Potenciaremos más nuestra capacidad de placer, si cuando besamos estamos ahí al cien por cien, aceptando y comprendiendo cuales son nuestros sentimientos, nuestros deseos, nuestras expectativas, nuestros errores, nuestras inseguridades y nuestra humanidad, permitiéndonos ser nosotros mismos, sin miedo al error.

El placer, no solo es una sensación física, también es una vivencia mental. Nuestra inteligencia se puede ver gratificada por una conversación interesante, escuchando a alguien que nos transmite algo muy bien elaborado, o una idea muy original y atractiva; también ante una buena película o un buen libro. Nuestro cuerpo puede en esos casos reaccionar con una predisposición positiva hacia esa persona, o con un estado de empatía hacia el director de la película, etc. de la misma forma que una vivencia placentera de nuestro cuerpo puede predisponer positivamente a nuestra actitud mental.

Como vemos, la relación entre placer corporal y placer psicológico es muy estrecha, existe un vínculo muy sutil y muy interesante, porque a veces es difícil saber dónde empieza y termina uno u otro. No obstante, en la medida en que nuestra capacidad física para el placer está más desarrollada, también lo está, generalmente la complejidad de nuestra estructura mental para percibir y vivenciar experiencias placenteras.

La fuente de placer es inagotable para aquellas personas que toman conciencia de la ilimitada amplitud y variedad de experiencias en las que pueden explorar, descubrir y colonizar las dimensiones de su sensibilidad, de su comunicación, de su perceptibilidad, de su entendimiento, de su conciencia, de su valoración, de su reflexión, de su retroalimentación, etc. Todo esto se multiplica exponencialmente cuando es compartido con otra persona con la misma actitud.

Cuanto más abierta y curiosa es la actitud a experimentar, mayores las posibilidades de disfrutar, enriquecer y ampliar el escenario, contenidos e intensidad de las experiencias. También son mayores las posibilidades de no caer en la rutina y hacer de cada encuentro una fiesta de los sentidos. El placer puede convertirse en un territorio de inmensas dimensiones que nos gratifique sin límites.