Ser útiles para otros

No presumir de nuestros logros puede ser un acto útil para otras personas. Ser tolerantes con las limitaciones de los demás también es un acto útil para otras personas. No aconsejar a quién no nos pide consejo, es un acto útil hacia esa persona. No ayudar a quién no lo necesita también es un acto útil para esa persona. Manifestar el cariño por encima de las diferencias con otras personas, es un acto útil para la convivencia. No focalizar en los errores de los demás, es un acto útil para las relaciones. No imponer nuestra visión de las cosas es un acto útil para los demás.

Aceptar y respetar las decisiones de otras personas, aunque no coincidan con nuestro criterio, es un acto de utilidad. Compartir, disfrutar y alegrarnos de los logros y el bienestar de los demás, es un acto de utilidad. Promover el bienestar de otros, atendiendo a sus necesidades, respetando sus objetivos, valores y principios, es un acto de utilidad. Escuchar los errores de otros, empatizar con ellos y apoyarles en los momentos difíciles, también es un acto de utilidad.

Hay un larguísimo etcétera de actos útiles que podemos practicar a lo largo del día. Un acto útil puede requerir poco o mucho esfuerzo, depende de nuestra personalidad. Para algunas personas, frenar sus impulsos de aconsejar a alguien indicando lo que debería hacer , es un acto de gran auto regulación porque de forma casi automática tienden a pensar que sus consejos son ‘ideales’ para resolver o ayudar a la persona que (generalmente con paciencia) los escucha. En este caso, para esta persona esta utilidad requerirá de un notable esfuerzo. Primero para tomar conciencia de que sus consejos quizás no son requeridos; segundo para ‘morderse la lengua’ y respetar el modo de proceder de la otra/s personas, por más que piense que están equivocados.

Nos podemos marcar objetivos y proyectos para llevar a cabo estos actos de utilidad ‘social’. Tener proyectos: imaginarlos, diseñarlos, planificarlos y ponerlos en práctica es una actividad muy estimulante, gratificante y satisfactoria.

Si, además, tienen utilidad para otras personas, mucho más satisfactorios. Un proyecto no necesita ser ni complejo ni difícil, puede ser desde una pequeña actividad para una situación concreta, hasta una tarea más compleja y de larga duración. Un proyecto puede ser algo personal o algo colectivo. En ambos casos, será satisfactorio y, en ambos casos podrá tener repercusiones positivas en el entorno.

Un proyecto con utilidad personal como aprender inglés, windsurf o encaje de bolillos, nos puede favorecer personalmente y, de paso, puede contribuir a mantener el trabajo de otras personas.

Un proyecto con utilidad para otros (individuos o colectivos), tiene por objetivo mejorar algún aspecto -por pequeño que sea- de la vida de otras personas. Lograrlo, significa que somos solidarios, tomando conciencia de las necesidades de otros individuos y poniendo nuestros recursos y habilidades al servicio de un mundo más justo y equitativo.

Utilizar nuestros recursos (intelectuales, emocionales, sociales, técnicos…) para equilibrar los desajustes sociales (económicos, educativos, de alimentación, de vivienda, etc.) supone un acto de generosidad y de empatía. También de inteligencia social.

Ambas cualidades, generosidad y empatía, son habilidades que nos acercan más a la sabiduría; favorecen nuestra integración en la sociedad; nos hace sentirnos más plenos; contribuyen a un estado de bienestar y satisfacción; nos concilian con el entorno; dan sentido a nuestra vida.

La inteligencia social contribuye a un mundo más equitativo, más saludable, con más oportunidades para todos. Lograr esa equidad es trabajar para que existan menos injusticias, menos desigualdades y menos problemas sociales.

Por otra parte, el desarrollo y puesta en práctica de un proyecto, estimula nuestra creatividad, activa nuestra capacidad intelectual, nos provoca el interés por estar informados, demanda compromiso y da sentido a nuestra vida cotidiana. La satisfacción personal de contribuir al bienestar social es muy saludable.

El bienestar social facilita el desarrollo de todos los individuos, mejora el nivel de vida de un país, una población o un grupo social. La calidad de vida o el índice de bienestar no se mide solo ni principalmente por el producto interior bruto, aunque éste forme parte de un conjunto de indicadores. El índice de bienestar está relacionado con la huella ecológica (calidad del medio ambiente), la salud, el acceso a la educación, las oportunidades de trabajo, el nivel de ingresos, la calidad de la alimentación y vivienda, el entorno inmediato…

Si nuestro proyecto personal incluye la contribución a la mejora de cualquiera de estos factores, estaremos favoreciendo una sociedad más equitativa, más digna, más desarrollada, más feliz. Las diferencias sociales y las desigualdades que conllevan no favorecen el desarrollo sostenible de una sociedad.

La existencia de injusticias, la falta de oportunidades, los entornos hostiles, los déficits de afecto o atención, las dificultades educativas, los abusos, la explotación, la falta de conocimientos, la falta de recursos o habilidades sociales, etc., favorece la existencia de tensiones, conflictos, irregularidades, marginalidad y problemas sociales. Nuestra contribución puede estar dirigida a cualquiera de estos aspectos. Cuantas más personas dediquen sus proyectos personales (aunque sea una mínima parte) al bienestar social, más logros obtendremos en conjunto.

La integración de todos los ciudadanos, facilitándoles el acceso a todas las oportunidades de desarrollo humano que nuestra cultura oferta a los más privilegiados, creará una sociedad enriquecida, madura, libre, equitativa, justa, responsable y solidaria. La creencia que justifica la desigualdad en las diferencias genéticas es una creencia errónea, irracional, acientífica, sesgada y quizás -desgraciadamente- interesada.

Es triste que ese tipo de creencias puedan justificar la existencia de desigualdad e injusticia. La herencia (no la genética) no puede nunca justificar las diferencias sociales por más que haya sido y sea uno de los grandes condicionantes de la desigualdad en el acceso a las oportunidades. Las desigualdades sociales solo están basadas en dinámicas y estructuras sociales perversas que hemos de reajustar para lograr su equilibrio.

Las deficiencias en la educación del entorno familiar se han de compensar con una educación más profunda, sólida y amplia en la organización social (escuela, instituciones deportivas, campamentos…). Las deficiencias en el acceso a las oportunidades debidas a la posición social (ingresos, educación, trabajo), hemos de limarlas, mejorando la equidad, el proceso de integración y la extensión de las oportunidades.

Nuestro proyecto personal puede incluir acciones cotidianas que contemplen una actividad solidaria para lograr ese bienestar social.

Un cambio de creencias y de actitudes, puede ser nuestro primer paso.

Quitarnos la venda que nos hace ciegos frente a la realidad, es un paso importante.

Tomar conciencia de nuestra responsabilidad como ciudadanos privilegiados es otro acto para contribuir al bienestar social. Nuestros privilegios, en gran parte, son el resultado de haber nacido en un entorno con oportunidades.

Somos responsables de compartir con los menos privilegiados.

Cuando nos lleva la corriente

Vivir de cara al escaparate

Vivir conforme a lo establecido, sin pararse a pensar qué necesitamos para vivir en plenitud, es tanto como interpretar el papel que nos han asignado en una obra. Obra que ni hemos escrito ni dirigimos y de la que, aunque nos sintamos protagonistas, somos meros personajes prisioneros.

Hay muchos aspectos de la vida que están pautados ordenados y guiados por normas, costumbres y expectativas sociales: estudiar, trabajar, pagar impuestos, votar, tener un teléfono, utilizar el transporte, usar la electricidad… y un larguísimo etcétera. Son parte de un guion social preestablecido.

Para integrarnos en la sociedad, conviene seguir muchos de estos patrones establecidos. Seguir esas pautas puede facilitarnos mucho la convivencia, la vida profesional y familiar y las relaciones sociales en general.

Sin embargo, muchas otras pautas y reglas no son necesarias para nuestra satisfacción, bienestar y plenitud. No nos ayudan a ser los protagonistas y directores de nuestro propio guion.

Por ejemplo, la posibilidad de viajar es una realidad al alcance de la gran mayoría de personas de Occidente. Sin embargo, esa posibilidad se ha convertido en una especie de ‘regla’ social de modo que las personas que no viajan o no pueden viajar, por la razón que sea, se pueden sentir presionadas a hacerlo o se sienten mal por no hacerlo, teniendo que dar todo tipo de explicaciones y excusas a quienes preguntan.

Otro ejemplo parecido podría ser la utilización de las redes sociales. Lo que puede ser entretenido, útil y placentero como opción libre, puede convertirse en motivo de discriminación, crítica o marginación si la sociedad lo establece como ‘norma’ y las personas se sienten presionadas a utilizarlo.

Hay muchos ejemplos de este tipo: Instagram; blogs; famoseo; los cuidados físicos; la delgadez; las modas en general; la tecnología último modelo; las despedidas de solteros/as; las grandes celebraciones; estar informado; …

Cuando entramos por el ‘aro’ y utilizamos o practicamos este tipo de actividades sin analizar cómo nos relacionamos con ellas, qué nos van a aportar, qué significado tienen para nosotros, qué consecuencias va a tener, etc., estamos cayendo en una trampa. Generalmente es una trampa que beneficia a un sector (mercado, instituciones, grupos sociales…) pero no nos beneficia a nosotros pese a que podría parecernos lo contrario. Quizás, sintamos muy superficialmente que esa actividad nos produce cierto placer y sensación de bienestar. Probablemente, esa sensación dure muy poco, sea poco profunda y nos haga repetir la acción para volver a sentir otra vez lo mismo. Puede incluso generarnos adicción.

Muchas veces lo que nos va a producir a medio plazo -a veces incluso a corto plazo- es una sensación de decepción porque esperábamos mucho más de esa actividad (un viaje, una boda, una compra, un título universitario…). Cuando las expectativas forman parte de un guion que nos han escrito y que nosotros seguimos ingenuamente, esas expectativas no necesariamente coinciden con la realidad que vamos a vivir y/o esa realidad no se ajusta a nuestras necesidades.

Un ejemplo muy típico de este tipo de casos son las vacaciones. Las vacaciones tienen un efecto paradójico si no las abordamos sabiamente. Ese efecto paradójico consiste en que lo que pensamos que nos va a producir bienestar puede ser la causa de nuestra ansiedad, estrés, desasosiego, decepción o frustración. Con esto no quiero decir que las vacaciones sean malas. No creo que en sí mismas sean buenas o malas, todo depende de cómo las abordemos.

Muchas veces, uno empieza a pensar que está cansado cuando sabe que se acercan las vacaciones. ¿En qué medida se debe a que llevamos meses trabajando y estamos cansados y/o en qué medida es debido a que pensar en las vacaciones nos hace sentir que las necesitamos y eso nos conduce a sentir que ya no queremos seguir haciendo lo que nos ocupaba. Cuanto más pensamos que no deseamos continuar aquí trabajando y más ansiamos empezar las vacaciones, nos generamos más inquietud, menos disfrute por lo que hacemos y nos restamos energía y motivación, lo que puede producir sensación de cansancio: nos falta motor y gasolina.

Por otra parte, una vez que cogemos las tan deseadas vacaciones, algunas veces no son como las habíamos imaginado. Hemos anticipado lo bien que estaríamos, que todo nuestro cansancio iba a desaparecer, que nuestro aburrimiento o malestar -incluidos problemas- se iban a disipar. Sin embargo, nos encontramos con unas vacaciones planificadas en donde los aviones fallan, los retrasos nos cansan, el hotel no es lo silencioso que nos gustaría, la playa está más lejos de lo que nos esperábamos, los restaurantes están a tope…Pero, además y más importante, estamos irritables, todo nos molesta, no acabamos de llegar a acuerdos con nuestra pareja o nuestros compañeros de viaje, sentimos que no acabamos de asentarnos…

No queremos que todo eso nos pase y nos sentimos frustrados o decepcionados porque no somos felices y en vacaciones ‘deberíamos’ serlo. Pero no nos permitimos aceptarlo y mucho menos reconocerlo y abordarlo abiertamente. No lo reconocemos porque cuando se está de vacaciones uno está obligado a pasárselo bien, aunque uno no sepa muy cómo lograrlo. Esa decepción soterrada, silenciosa y ocultada, nos hace sentirnos peor porque creemos que no podemos compartirla, que no nos iban a entender. Empezamos a sentir que somos unos bichos raros porque creemos que el resto del mundo se lo está pasando muy bien. Esa sensación incide y aumenta nuestro malestar.

En estos casos, lo mejor que podemos hacer es escucharnos, aceptar nuestra frustración y decepción; analizar la causa; aprender qué factores nos llevan a la incomodidad y procurar adaptarnos a la realidad, sin esperar que la realidad se adapte a nosotros. Desmontamos ideas preconcebidas, desmontamos esquemas poco realistas…y para las siguientes vacaciones, tomaremos buena nota de qué es lo que de verdad necesitamos en cada momento. De ese modo, planificaremos de forma más realist

Vivir conforme a lo establecido, sin pararse a pensar qué necesitamos para vivir en plenitud, es tanto como interpretar el papel que nos han asignado en una obra, que ni hemos escrito ni dirigimos y, de la que, aunque nos sintamos protagonistas, somos meros personajes unidos por hilos que otros manejan.

Por otra parte, ser un rebelde permanente, contestando y retando al sistema de forma continua puede ser agotador y tener un saldo final con un coste personal muy elevado. Sin duda, tanto la opción del conformismo y plena adaptación, como la opción de la rebeldía permanente, son los dos extremos entre los que se haya un sutil equilibrio, que también requiere de gran habilidad y esfuerzo, quizás con menos costes personales y también con más satisfacciones.

Hay muchos aspectos de la vida que están pautados ordenados y guiados por normas, costumbres y expectativas sociales: hablar un idioma, ser cortés, vestir, estudiar, trabajar, pagar impuestos, votar, tener un teléfono, utilizar el transporte, usar la electricidad… y un larguísimo etcétera.

Para integrarnos en la sociedad, conviene satisfacer muchos de estos patrones establecidos. Seguir esas pautas, puede facilitarnos mucho la convivencia, la vida profesional y familiar y las relaciones sociales en general.

Aunque satisfagamos ciertos requisitos, tenemos opciones: cómo lo hacemos; dentro de esas pautas o requisitos, qué alternativas elegimos; a qué damos prioridad; qué equilibrio creamos entre requisitos y actividades de elección absolutamente personal, etc. El grado de libertad con el que evaluemos y hagamos la elección de estas opciones va a depender de nuestra autonomía personal, nuestra capacidad de ser creativos, la confianza en nuestros recursos y habilidades, el respeto por nuestras propias necesidades y darnos el derecho a modelar nuestro presente y su futuro, al tiempo que desarrollamos habilidades en los requisitos sociales.

Además de los requisitos para la integración social, muchas otras pautas y reglas no son requisitos ni son necesarios para el desarrollo de nuestra personalidad, más bien al contrario, nos alejan de convertirnos en personas con criterio, autónomas, responsables y conscientes de tomar decisiones sanas y convenientes para nuestro bienestar. Suelen ser opciones creadas por el mercado para generar demanda entre la población, quien compra sus ideas, productos o servicios y los acaba convirtiendo en sus ‘necesidades’ personales, para las que dedica gran parte de su esfuerzo, economía y tiempo.

Por ejemplo, el placer de viajar es una actividad muy lúdica y satisfactoria para muchas personas. Viajar puede aportar infinidad de experiencias positivas: amplía nuestra cultura, nos proporciona libertad, nos amplía la apertura mental, practicamos la orientación, y un largo etc. Esa oportunidad que hoy es una realidad al alcance de muchas personas de Occidente, no lo es de igual manera para todos, no todos la aprovechan del mismo modo y no tiene el mismo sentido y resultado para todos.

¿Por qué estas diferencias? Obviamente, la personalidad de cada individuo influye en cómo vivimos las experiencias, qué significado tienen para nosotros, qué objetivo pretendemos lograr y cómo las encajamos y combinamos con el resto de actividades de nuestra vida. Hay otros factores que también influyen en este diferente modo de influir o afectar a cada persona. Uno de ellos es el nivel de autonomía con el que hacemos las cosas. ¿Las hacemos para satisfacer una necesidad o las hacemos para dar una imagen? ¿Las hacemos para obtener un gran placer o las hacemos para no sentirnos marginados? ¿Las hacemos porque sabemos que nos van a reportar experiencias interesantes y las viviremos con plenitud, o creemos que lo pueden hacer porque otras personas así nos lo transmiten?

Viajar es tan solo un ejemplo de muchas otras actividades y elecciones que realizamos en nuestra vida cotidiana.

Siguiendo con el mismo ejemplo, esa opción que debe ser personal y meditada se ha convertido en una especie de ‘regla’ social, de modo que muchas personas que no viajan o no pueden viajar, por la razón que sea, se pueden sentir presionadas a hacerlo, o se sienten mal por no hacerlo, teniendo que dar todo tipo de explicaciones y excusas a quienes preguntan. Como quién no se compra un piso en la era de las hipotecas, o no bebe una copa de alcohol en una reunión social.

Hay formas muy sutiles de calar en la psicología de las necesidades personales, también hay formas menos sutiles pero tan persistentes que calan igualmente. Aprender a identificar lo que nos aportará satisfacción, placer, crecimiento personal y estabilidad, convendría que fuera una asignatura de habilidad social en nuestro currículum desde la infancia.

Otro ejemplo parecido podría ser la utilización de las redes sociales. Lo que puede ser entretenido, útil y placentero como opción libre, puede convertirse en motivo de discriminación, crítica o marginación si la sociedad lo establece como ‘norma’ y las personas se sienten presionadas a utilizarlo.

Hay muchos ejemplos de este tipo: Instagram; blogs; famoseo; los cuidados físicos; la delgadez; las modas en general; la tecnología último modelo; las despedidas de solteros/as; las grandes celebraciones; estar informado; …

Cuando entramos por el ‘aro’ y utilizamos o practicamos este tipo de actividades sin analizar cómo nos relacionamos con ellas, qué nos van a aportar, qué significado tienen para nosotros, qué consecuencias va a tener, etc., estamos cayendo en una trampa. Generalmente es una trampa que beneficia a un sector (mercado, instituciones, grupos sociales…) pero no nos beneficia a nosotros pese a que podría parecernos lo contrario. Quizás, sintamos muy superficialmente que esa actividad nos produce cierto placer y sensación de bienestar. Probablemente, esa sensación dure muy poco, sea poco profunda y nos haga repetir la acción para volver a sentir otra vez lo mismo. Puede incluso generarnos adicción. También puede generarnos insatisfacción, conflicto interior, desasosiego, inquietud, ansiedad…temor… porque no nos aporta lo que esperábamos.

Muchas veces lo que nos va a producir a medio plazo -a veces incluso a corto plazo- es una sensación de decepción porque esperábamos mucho más de esa actividad (un viaje, una boda, una compra, un título universitario…). Cuando las expectativas forman parte de un guion que nos han escrito y que nosotros seguimos ingenuamente, esas expectativas no necesariamente coinciden con la realidad que vamos a vivir.

Un ejemplo muy típico de este tipo de casos son las vacaciones. Las vacaciones tienen un efecto paradójico si no las abordamos sabiamente. Ese efecto paradójico consiste en que lo que pensamos que nos va a producir bienestar puede ser la causa de nuestra ansiedad, estrés, desasosiego, decepción o frustración. Con esto no quiero decir que las vacaciones sean malas. No creo que en sí mismas sean buenas o malas, todo depende de cómo las abordemos.

Muchas veces, uno empieza a pensar que está cansado cuando sabe que se acercan las vacaciones. En qué medida se debe a que llevamos meses trabajando y estamos cansados y/o en qué medida es debido a que pensar en las vacaciones nos hace sentir que las necesitamos y eso nos conduce a sentir que ya no queremos seguir haciendo lo que nos ocupaba. Quizás nos sentimos mal en nuestro trabajo y pensamos que las vacaciones son la salvación. Quizás no sentimos que tenemos capacidad para solucionar nuestros problemas o dificultades laborales y pensamos que las vacaciones nos alejan y podemos ‘respirar’ un tiempo. Cuanto más pensamos que no deseamos continuar aquí trabajando y más ansiamos empezar las vacaciones, nos generamos más inquietud, menos disfrute por lo que hacemos y nos restamos energía y motivación, lo que puede producir sensación de cansancio: nos falta motor y gasolina.

Por otra parte, una vez que cogemos las tan deseadas vacaciones, algunas veces no son como las habíamos imaginado. Hemos anticipado lo bien que estaríamos, que todo nuestro cansancio iba a desaparecer, que nuestro aburrimiento o malestar -incluidos problemas- se iban a disipar. Sin embargo, nos encontramos con unas vacaciones planificadas en donde los aviones fallan, hay huelgas, los retrasos nos cansan, el hotel no es lo silencioso que nos gustaría, la playa está más lejos de lo que nos esperábamos, los restaurantes están a tope…Pero, además y más importante, estamos irritables, hace calor, la gente habla muy algo, todo el mundo parece feliz, pero todo nos molesta, no acabamos de llegar a acuerdos con nuestra pareja o nuestros compañeros de viaje, sentimos que no acabamos de asentarnos…

No queremos que todo eso nos pase y nos sentimos frustrados o decepcionados porque no somos felices y en vacaciones ‘deberíamos’ serlo. Pero no nos permitimos aceptarlo y mucho menos reconocerlo y abordarlo abiertamente. No lo reconocemos porque cuando se está de vacaciones uno está ‘obligado a pasárselo bien’, aunque uno no sepa muy bien cómo lograrlo.

Esa decepción soterrada, silenciosa y ocultada, nos hace sentirnos peor porque creemos que no podemos compartirla, que no nos iban a entender porque los demás son muy felices. Empezamos a sentir que somos unos bichos raros porque creemos que el resto del mundo se lo está pasando muy bien. Esa sensación incide y aumenta nuestro malestar.

En estos casos, lo mejor que podemos hacer es escucharnos, aceptar nuestra frustración y decepción; analizar la causa; aprender qué factores nos llevan a la incomodidad y procurar adaptarnos a la realidad, sin esperar que la realidad se adapte a nosotros. Desmontamos ideas preconcebidas, desmontamos esquemas poco realistas…y para las siguientes vacaciones, tomaremos buena nota de qué es lo que de verdad necesitamos en cada momento. De ese modo, planificaremos de forma más realista y también, nos alejaremos del guion que han escrito para nosotros, mientras vivimos y escribimos nuestro propio guion.

Si tomamos conciencia de que nuestro bienestar depende de satisfacer nuestras ‘verdaderas’ necesidades y que esas necesidades no son las que tratan de venderme las compañías de viaje, los comercios, los fabricantes de coches, etc., habremos aprendido algo muy importante. Ahora nos queda escucharnos, identificar esas necesidades y elegir el modo de cubrirlas de forma sana.

Es solo uno de tantos ejemplos de lo que puede decepcionarnos y frustrarnos cuando creemos estar viviendo nuestra vida con nuestras necesidades y en realidad estamos experimentando distanciamiento de de ellas. Lo que satisface a otros no tiene por qué satisfacernos a nosotros. Lo que pensamos que satisface a otros, quizás es solo producto de una imagen que nos tratan de trasladar.

El deseo de venganza

Un sentimiento que nos impide avanzar

El deseo de venganza nos debería servir como un termómetro emocional para saber que no estamos gestionando el dolor, la humillación o alguna afrenta personal de la manera más sana.

La venganza es un sistema para resarcir o compensar los daños que hemos recibido o hemos creído recibir de otra persona, de nuestro entorno o de la sociedad. Sin embargo, no es un sistema saludable de compensación o resarcimiento. No lo es por varias razones que trataré de explicar.

  1. El deseo de venganza genera malestar en quién lo experimenta
  2. El deseo de venganza nos impide avanzar, nos centra en el daño y gasta nuestra energía en destruir, no en construir bienestar.
  3. El deseo de venganza indica que damos un exceso de importancia y autoridad a quién/es nos han causado el daño, humillación, etc.
  4. El deseo de venganza nos indica nuestra dificultad para aceptar la realidad, aprender de la situación y crecer en autonomía y bienestar.
  5. La venganza, aunque logremos materializarla, no diluye ni soluciona nuestro daño.
  6. La venganza, si logramos llevarla a cabo, genera más daño…
  7. La compensación de los daños se debe llevar a cabo por un mecanismo de justicia, no de venganza.
  8. El resarcimiento de los daños se debe realizar por un procedimiento que cause el menor daño posible.
  9. La herida emocional causada por el daño se sana mediante la ecuanimidad, la comprensión, la aceptación (que no conformidad) de la injusticia, la actividad constructiva, los afectos positivos y placenteros.

Los sentimientos negativos hacia una persona o un colectivo son procesos internos que generan toxinas en nuestro cuerpo. El deseo de venganza está anclado en este tipo de sentimientos corrosivos. El cerebro es una ‘fábrica’ química, donde ponemos en circulación diversos transmisores y receptores químicos como resultado de la activación o desactivación de ciertas funciones y circuitos neuronales. Simplificando, un pensamiento de odio y rencor y su correlativa emoción altera la producción de neurotransmisores (serotonina, dopamina, noradrenalina, histamina, acetilcolina, etc.) produciendo un desajuste hormonal y químico, así como un estado de ánimo, afectando a la memoria, la concentración, la capacidad de análisis, la relajación, la voluntad…etc.   Cuantos más deseos de venganza, significa que más rencor u odio sentimos, por lo tanto, más desajustes provocamos en nuestro organismo.

Pensar en la venganza significa que nos centrarnos en el daño que nos han hecho (o creemos que nos han hecho) lo que conlleva que gran parte de nuestro pensamiento y nuestra energía la dediquemos a recrearnos en el dolor, el malestar, la humillación, el enfado… en vez de disfrutar de todo lo bueno que tenemos en nosotros mismos y a nuestro alrededor. Pensar en la venganza es optar por permanecer en el daño, en vez de optar por disfrutar del placer.

El deseo de venganza nos está señalando la importancia que concedemos en nuestra vida a esa persona o grupo de personas. Cuanto más pensemos en ellas, más cabida les damos en nuestra vida, más tiempo les dedicamos, más energía destinamos a su existencia. Esa dedicación es una decisión personal, que podemos cambiar cuando queramos. Nuestra voluntad decide a qué actividad o a qué personas queremos dedicar nuestro tiempo. La voluntad de dedicar tiempo a cosas constructivas, placenteras y sanas es un acto de responsabilidad y equilibrio.

Podemos aprender de todo tipo de situaciones. Cada ocasión es una oportunidad que podemos aprovechar para entrenar habilidades: la tolerancia, la comprensión, el hedonismo, la ecuanimidad, la creatividad, la planificación, la prevención… Todas estas habilidades nos facilitan la vida y con ellas podemos obtener cotas de bienestar más elevadas. Cuando sentimos dolor por alguna ‘afrenta’, el dolor también es una fuente de aprendizaje. Podemos entrenar nuestra capacidad para transitar por el dolor y superarlo. Podemos entrenar nuestra confianza en que seremos capaces de afrontarlo sin que el miedo al dolor nos paralice. Podemos entrenar la bondad para comprender y compadecer a otras personas que tienen rencor o maldad en sus conductas. Este aprendizaje nos dará autonomía y nos hará crecer como personas. Nos dará solidez, resiliencia y bienestar.

 Por otra parte, vengarnos de alguien no soluciona nuestro daño. Añadiremos a nuestro daño el convencimiento íntimo (aunque tratemos de engañarnos) de haber actuado mal, o el convencimiento íntimo de que seguimos teniendo malestar y que no hemos logrado superar nuestro dolor por el daño que nos causaron. La venganza solo genera más daño.

Es lógico que una sociedad civilizada y regida por normas y reglas de conducta, proceda a resarcir o compensar un daño. Esto se hace mediante acuerdos o bien mediante la intervención de la Justicia. El ideal sería que no se produjeran daños pero eso es utopía. Queramos o no los daños se producen de forma voluntaria o involuntaria. Si somos capaces de hablar, expresar nuestra queja, negociar y llegar a un acuerdo, mucho mejor.

La aceptación de que se nos puede infringir algún tipo de afrenta, injusticia, maltrato o desconsideración, es un primer paso para adoptar la mejor actitud y conducta para afrontarla o incluso para prevenirla si es posible. Si pensamos que es imposible o que eso no debería sucedernos a nosotros, cuando suceda probablemente nos pillará por sorpresa, nos indignaremos más y tendremos menos recursos disponibles para afrontarlo de forma funcional y sana.

Sucede que en la mayoría de los casos el daño se produce en el contexto emocional, no en el contexto material, ni siquiera en un contexto que sea objeto de las normas o leyes escritas. En estos casos, dependiendo de nuestra relación con el/los causantes, conviene que evaluemos de forma objetiva y ecuánime la situación, quizás convenga que nos tomemos un tiempo para pensar, digerir y elaborar la mejor respuesta. Trataremos de resolver cualquier sentimiento de rencor u odio hacia esa persona/s, nos centraremos en buscar soluciones positivas al conflicto o al dolor. Trabajaremos la confianza en nuestros recursos. Consultaremos a alguien cuya conducta e ideas nos merezcan respeto. No permitiremos que nuestra respuesta sea el resultado de la venganza.

La mayoría de las veces, basta con decir a esa persona “lo que has hecho me ha dolido” o “lo que has hecho me ha afectado negativamente”, etc.

Otras veces, si consideramos que la conducta de la otra persona es persistente y no sabe/quiere cambiar, deberemos optar bien por reducir nuestra relación y evitar esas situaciones en las que esa conducta tiene lugar, bien por tomar otras medidas. En cualquier caso, como adultos, será responsabilidad nuestra poner límites a esa persona, bien directamente o bien a través de otras personas/recursos. Cuando la conducta es persistente, en tales circunstancias no debemos esperar que sea la otra persona la que cambie por voluntad propia. Debemos tomar las riendas por completo.

Si no es posible poner esa distancia porque estamos ante una situación laboral o personal que nos vincula necesariamente, entonces nos conviene desarrollar estrategias que nos coloquen en una posición menos permeable, menos vulnerable y que nos afecte menos dicha conducta. En caso de que esto no de resultado, lo mejor será consultar con algún profesional, bien psicólogo, bien abogado. También podemos exponer la situación ante superiores (trabajo) o personas con autoridad (familia) para que intervengan.

Sea cual fuere el motivo, la conducta o el escenario donde se produce el daño, la venganza nunca es una compañera ecuánime y certera. Podemos cometer muchos errores si nos dejamos guiar por ese tipo de sentimientos. Como vemos, existen otros recursos que nos hacen más fuertes, resilientes y autónomos, es nuestra decisión optar por ellos.