Altibajos

Los altibajos son las consecuencias de buscar  atajos emocionales hacia el bienestar. El más significativo y pernicioso de los atajos es la huída del malestar.

El término altibajo es un modo de referirse a la excesiva frecuencia de cambios en nuestro estado de ánimo, pasando de la alegría, vitalidad y entusiasmo a la decepción, decaimiento y falta de energía.

Si el cuadro de altibajos es de mucha intensidad y los picos y valles son de gran altura o profundidad, existiendo entre ellos una gran diferencia y produciéndonos estados de excesiva euforia o excesivo decaimiento con consecuencias muy negativas para nosotros (trabajo, salud, relaciones…), podemos estar hablando de bipolaridad u otros trastornos del ánimo.

Sin necesidad de que se produzca un trastorno, los cambios frecuentes del estado de ánimo, es decir, los altibajos anímicos, producen malestar, inestabilidad, desasosiego…  Por ello conviene conocer cuál es el mecanismo más frecuente para que se produzcan y cómo podemos entrenar nuestras emociones para combatirlo y superarlo.

Esta dinámica de altibajos suele tener su origen en la infancia, es raro que se origine a otras edades. La causa más frecuente es la adquisición de un hábito de respuesta de ‘huida hacia la alegría’ para contrarrestar situaciones negativas,  tristes, violentas o problemáticas que el niño/a no sabe cómo afrontar de modo funcional o eficaz.

La búsqueda de ‘alegría’ es una actitud que se adquiere como respuesta compensatoria a los ‘malos’ momentos. Esa búsqueda de estímulos o escenarios ‘positivos’, que nos reportan alegría o ilusión, se realiza de forma inconsciente cuando los sujetos quieren salir, escapar o huir de las sensaciones o emociones desagradables en las que se encuentran y no disponen o no creen disponer de otras estrategias más eficaces.

Las estrategias de huída o escape, no suelen ser de superación. Cuando se es pequeño, no se tienen las habilidades cognitivas necesarias para evaluar muchas situaciones desestabilizadoras y adoptar la mejor de las estrategias de afrontamiento. Si los adultos no saben enseñarnos a desarrollarlas o bien no están atentos a nuestras necesidades de aprendizaje, lo más probable es que adoptemos las estrategias disfuncionales (huída, escape, inhibición, problema…). Esas estrategias se arraigan en cada individuo y acaban conformando un modo de respuesta automatizado.

Estas conductas de escape son variadas, una de ellas es la búsqueda de placer, satisfacciones, diversiones, distracciones, fantasías… Si se logra escapar de lo que nos produce malestar y conseguimos disfrutar de lo que nos produce placer o bienestar, aunque sea efímero y no hayamos solucionado lo que nos provoca el malestar, lo más probable es que de niños, adoptemos esta conducta evasiva como mecanismo de defensa. No deja de ser una estrategia para lograr el bienestar.

El problema es que esta estrategia genera dos consecuencias negativas.

  • Altibajos
  • Falta de habilidad funcional para afrontar el malestar y/o solucionar su causa.

La búsqueda de placer como evasión o compensación se puede convertir en un hábito y transformarse en una pulsión emocional automática que nos empuja a experimentar ese placer y sensación de liberación (positivo) con frecuencia. Es decir, identificamos la alegría intensa con un estado deseable y lo buscamos, lo echamos de menos cuando no lo sentimos.

Parte del problema es que cada vez que dejamos de sentir esa alegría, euforia, ilusión o sensación intensa de bienestar, creemos que algo malo pasa, nos asustamos, interpretamos que algo malo está pasando y empezamos a buscar las causas de ese ‘sentido’ subjetivo malestar. Inmediatamente, también, de forma casi simultánea e inconsciente, empezamos a buscar de nuevo el bienestar (evasivo o compensatorio), tratando de huir del malestar.

En resumidas cuentas, somos incapaces de sentirnos ‘regular’, ‘normal’ o ‘mal’, hemos de sentir bienestar, alegría, ilusión, emoción, intensidad… de forma constante para creer (sentir) que todo va bien y que no nos pasa nada malo.

Por resumir, sea porque haya causas reales para sentirnos mal (tenemos un profundo dolor de cabeza; nos ha dejado nuestra novia…) o bien porque la ausencia de euforia nos haga sentirnos mal, aunque no haya ninguna causa ‘real’, el hecho es que tenemos incapacidad y temor a sentirnos ‘mal’; convertimos lo normal (sentirnos mal a veces) en algo a evitar a toda costa. En vez de aprender a aceptar y afrontar con confianza el malestar y los sentimientos asociados (tristeza, aburrimiento, cansancio, desánimo, frustración….) lo que aprendemos es a idealizar el bienestar intenso (euforia) y los sentimientos asociados.

La idealización del bienestar y la demonización de la normalidad emocional nos lleva a creer que cualquier otro estado es malo, evitable, inapropiado, intolerable… y además no es propio de personas que tienen éxito en la vida. El engaño al que nos sometemos, implica que parece imprescindible estar siempre riéndonos, alegres o contentos.

Nada más lejos de la salud y el bienestar sólido.

El equilibrio, la serenidad y la estabilidad producen un bienestar mucho más sólido, duradero y saludable que la búsqueda incesante de la alegría evasiva o compensatoria. Afrontar el estado de ánimo ‘plano’ es el primer paso para eliminar esas conductas de búsqueda y evasión que producen los altibajos emocionales.

Para afrontar la relativa ‘platitud’ del ánimo sin alarmarnos y sin temor necesitamos identificar esos momentos en que una decepción, una frustración o un problema activan emociones de inquietud, intranquilidad, tristeza, decepción…, en las que inmediatamente ponemos en marcha el mecanismo de huída y búsqueda de la alegría y evasión.

Aprender a identificar ese mecanismo de cambio emocional evasivo es todo un logro.

Cuando lo tengamos identificado, hemos de reorientar nuestra estrategia por una actitud de confianza en que lograremos experimentar el malestar sin huir de él, acostumbrándonos a sentirlo y a no darle una interpretación negativa. Podemos decirnos algo así: “Si estoy con desánimo es porque las cosas no están yendo todo lo bien que me gustaría; puedo transitar por este malestar y al mismo tiempo tratar de poner soluciones al problema o la situación, si las hay, si no, aprenderé a vivir con esto hasta que lo supere”

La confianza en nuestra capacidad para asumir y transitar por las emociones ‘desagradables’ es la clave para aceptar nuestras emociones, comprender la función que tienen y cómo desarrollar estrategias sanas y de aprendizaje funcional.

Todo esto no quiere decir, en absoluto, que hay que recrearse en lo malo, victimizarse, regodearse y sucumbir a las emociones desagradables. No, esa no es la propuesta. Se trata más bien de afrontar las situaciones buscando soluciones realistas y que den respuesta a los problemas y dificultades, en lugar de huir, evadirse o distraerse.

Muchas de las adicciones de la población en sociedades actuales son debidas a este mecanismo de altibajos. La adicción a la comida, al juego, a las drogas, al trabajo, al reconocimiento, al halago, al éxito, al sexo… etc, podemos explicarla desde este sistema disfuncional de compensar la dificultad para experimentar malestar.

Ni recrearse en la desdicha ni huir de ella son afrontamientos sanos y funcionales. El primero generará inacción y quizás depresión; el segundo genera altibajos, ambos generan  falta de madurez para afrontar la realidad.

La aceptación del malestar, produce en cierto modo, bienestar. Sin embargo, eso no debe confundirnos y, de nuevo, saltar los pasos necesarios para ir en busca del ‘bienestar’.

Será la serenidad la que nos produzca una sensación de paz, confianza y bienestar continuado. La serenidad es la capacidad para afrontar las situaciones y las emociones con realismo, ecuanimidad, relativización, amplitud y objetividad.

No hay atajos para el bienestar.

Huída

Quiero hablar de la tendencia a huir de uno mismo. En nuestras vidas, la huída se puede convertir en un viaje circular donde la madurez queda siempre pendiente.

Hay personas que confunden la madurez con ‘ser viejos’. Para nada es esto cierto. Se puede ser un anciano inmaduro, lo que puede dar lugar a situaciones muy molestas, incómodas, difíciles y disfuncionales para el propio y ajenos. Al contrario, se puede ser anciano y tener un espíritu muy joven siendo maduro (realista, responsable, comprometido, coherente, disciplinado, proactivo, funcional…).

La madurez produce energía, alegría, equilibrio y bienestar  a corto, medio y largo plazo. La inmadurez es disfuncional siendo joven o siendo mayor.

La madurez pasa por conocerme, aceptarme y responsabilizarme de mis conductas. Esa responsabilidad consiste también en tratar de mejorarlas. Tenemos toda una vida para entrenar una conducta funcional. Es responsabilidad de cada uno hacer el trabajo necesario para ello.

Cuando cometemos el mismo error una y otra vez, lo más probable es que no nos hayamos parado a identificar con realismo la causa de ese error, nuestra responsabilidad en el proceso ni el modo de entrenar una conducta más eficaz para evitarlo. Quizás no somos conscientes del error, quizás echamos balones fuera, quizás no somos capaces de mirar en nuestro interior.

La ausencia de realismo y de valentía a la hora de señalar con claridad nuestros errores y la responsabilidad que tenemos en ellos, puede causar la repetición de los mismos errores y la perpetuación de esa conducta disfuncional.

Por otra parte, si no abordamos con honestidad esa responsabilidad en las conductas erróneas, el resultado suele ser que experimentemos un malestar más continuo o que desarrollamos una actitud muy poco adaptada a la vida social.

El afrontamiento consiste en dos acciones: Introspección (insight) y cambio.

  • La primera consiste en tomar conciencia de que tenemos un papel en el error que hemos cometido y que nuestro trabajo es tratar de identificar cómo provocamos ese error. Este trabajo es una evaluación sincera y a veces dolorosa pero liberadora y que nos hace crecer (madurar).
  • La segunda acción es elaborar un plan de entrenamiento para poner en práctica conductas que combatan ese tipo de hábitos o acciones erróneas. Se trata de diseñar el procedimiento sano y llevarlo a cabo diariamente si es posible. Es un trabajo cognitivo y conductual.

El afrontamiento no consiste en culpabilizarnos, consiste en responsabilizarnos y rectificar. La culpabilidad (ética o moral), distinta de la legal, solo es aplicable cuando estamos realizando un acto a sabiendas de que lo que hacemos es erróneo y podríamos haberlo evitarlo. Muchos de nuestros actos erróneos en la vida cotidiana no son punibles legalmente porque  socialmente no se consideran trascendentes o perjudiciales (eso cambia con los tiempos y las sociedades)  ni tampoco son producto de la culpabilidad porque no los realizamos de forma consciente.

Hay varios ejemplos de conductas que pueden ser erróneas, sobre todo para uno mismo, sin ser ni culpables ni punibles. Claro que pueden afectar también al entorno. La procastinación; el negativismo; la crítica hacia los demás; exceso de auto exigencia; actitud excesivamente lúdica; la baja autoestima; irrealismo o fantaseo; incoherencia; necesidad de reconocimiento; impulsividad; distracción; hipocondría; desidia; pueden ser algunos ejemplos.

Estas actitudes y conductas nos llevan a situaciones problemáticas que podríamos evitar si tomamos cartas en el asunto, es decir si afrontamos nuestra responsabilidad en ellas. La variedad de consecuencias que provocan estas actitudes es amplia: desde no lograr objetivos importantes para nuestra satisfacción y bienestar; problemas en las relaciones con otros; pasando por el consumo excesivo y/o la adicción; hasta provocarnos ansiedad, depresión o enfermedades psicosomáticas (úlceras, sobrepeso, sedentarismo, neuropatías, desequilibrios hormonales…) Estos serían algunos ejemplos.

Muchas veces creemos que huir de nosotros mismos, evitando mirar en nuestro interior, nos ayudará a escapar de la situación y no sentir el malestar que produce tomar conciencia de que cometemos errores y que tenemos una responsabilidad en la conducta que originamos.

Lo que origina esta falta de realismo y afrontamiento suele estar anclado en una educación muy poco funcional. Por un lado la educación en culpabilidad en vez de en responsabilidad. Por otro lado, asociar la toma de conciencia de nuestro papel en el error con un sentimiento de malestar y de rechazo hacia uno mismo. Por último la práctica del castigo.

Estas prácticas educativas, son también erróneas desde mi punto de vista. Si queremos que nuestros niños/as aprendan a ser responsables y a mirar en su interior sin miedo o sin vergüenza y rechazo, es conveniente que les entrenemos a ver los errores como algo humano y reparable a lo que hay que asignar un peso proporcionado de responsabilidad, utilizando una escala sana.

También conviene que aprendamos a valorar como algo muy positivo, conveniente y funcional el acto de reconocer un error y de analizarlo y evaluar la responsabilidad de uno mismo. Desde luego, conviene valorar esta actitud responsable diez veces más que lo que valoramos el error en el sentido negativo.

Por lo tanto, una vez que somos adultos, para lograr afrontar los errores propios es importante dar prioridad al sentimiento de responsabilidad por encima de cualquier otro (culpa, vergüenza, rechazo, pudor..). Responsabilidad con los compromisos, responsabilidad con el entorno, responsabilidad con los valores y principios sociales/culturales, responsabilidad con el propio bienestar….

Por otra parte, en un segundo plano de prioridad, también es conveniente dimensionar el sentimiento de arrepentimiento, vergüenza y/o rechazo que suele asociarse. Insisto en que es más importante tomar conciencia de la responsabilidad y el compromiso pero aún así, también pueden aparecer otros sentimientos como la vergüenza o el rechazo… Para dimensionar estos sentimientos, es importante que utilicemos una escala equilibrada, funcional y proporcionada. No conviene poner el grito en el cielo por la mínima distracción ni tampoco dejar pasar permisivamente una conducta muy disfuncional o inaceptable. La escala debe ser ajustada. Dicho de otro modo, no puedo colocar en el mismo nivel de la escala mi manía de criticar a las personas y tocar el timbre de un vecino por confusión.

Así que el primer paso es dimensionar. El segundo paso es aceptarme como soy. Quizás eso implica eliminar mi miedo a no quererme porque el hecho de verme tal como soy me conduce a un juicio exagerado y negativo de mi persona. Quizás implica no verme perfecto y ser un poco más humilde. Quizás implica que me importe menos el juicio de los demás sobre mi persona y desarrolle mi autonomía emocional.

En cualquiera de estos casos, la introspección, esa mirada a mi interior, es necesaria y conviene que la hagamos con las herramientas emocionales y cognitivas adecuadas. Es decir, por un lado aplicando el afecto hacia nosotros mismos y por otro lado con racionalidad para evaluar de un modo objetivo y funcional. De modo que al final nos trataremos de forma considerada y tolerante pero responsable y eficaz.

El camino del afrontamiento no tiene límites, no tiene caducidad pero reporta mucho bienestar, confianza en uno mismo y serenidad. Aprender a afrontar nuestros rasgos de personalidad, aceptarlos y al mismo tiempo trabajar todo aquello que nos está resultando inapropiado o inadaptado a nuestras necesidades o a las relaciones con los demás, es un proceso inagotable. Yo diría que es parte del sentido que tiene nuestra vida.

Podemos quedarnos quietos, inmóviles, pensando que todo está hecho y que ‘somos así’ aunque con ello no  logremos el bienestar que deseamos, o bien podemos aceptarnos y querernos tal como somos, al tiempo que ponemos manos a la obra para dotar de vitalidad y compromiso nuestra existencia.

 

 

Sana autoestima

Confundimos lo esencial con lo accesorio

La vida social puede ser tomada como un juego o puede convertirse en una trampa de gran efecto negativo para nuestro bienestar.

Sin querer o queriendo nos educan para lograr estudios, posición, poder, influencia, relaciones, éxito, ingresos, habilidades, conocimientos, pericia, destreza… Todas, absolutamente todas esas aptitudes o condiciones, son accesorias, son parte de las herramientas e ingredientes que nos van a servir para jugar el juego social.

El juego social cambia de una cultura a otra, cambia también de una época a otra. El juego social, y sus reglas y condiciones, son escenarios que nos orientan y configuran nuestro medio ambiente. En ese sentido, es conveniente que aprendamos el juego y desarrollemos las aptitudes más funcionales para sobrevivir en ese medio con sus escenarios correspondientes.

Cuantas más aptitudes y más recursos sociales tengamos, mayor será nuestra capacidad de adaptación al medio. También podremos utilizar mejor los recursos y movernos con más eficacia en el entorno. En este sentido, podremos evaluarnos y decidir qué nivel de destrezas hemos alcanzado en el juego social. Nada de esto tiene que ver con la autoestima. Todo esto tiene que ver con las habilidades sociales, cognitivas, emocionales o físicas. Pero las habilidades no tienen que ver con la autoestima.

Sin embargo, debido a los mensajes ambiguos y erróneos de nuestra socialización, muchas personas se confunden y creen que el juego es, en realidad, su identidad y que son lo que logran, las habilidades que desarrollan, los recursos que tienen o consiguen, los éxitos que alcanzan o lo que poseen.  De ahí que su autoestima esté en función de la imagen que de sí mismo tienen respecto a sus logros. De ahí que esté dañada, desorientada y mal fundamentada.

La autoestima no pude basarse en lo que logramos, que al fin y al cabo es accesorio. Lo que logramos es externo a nosotros aunque dependa de lo que somos. La autoestima es la capacidad de amarnos, de aceptarnos tal y como somos, sin necesidad de adornos, logros o accesorios.

Sé que este concepto de autoestima es muy difícil de aceptar, sobre todo en una sociedad que está tan influida por los valores de la competitividad y el éxito social.

En realidad, si tuviéramos una sana autoestima, esta sería absolutamente independiente de todo lo accesorio, sería la capacidad de estimarnos, respetarnos, cuidarnos, protegernos y tenernos cariño y consideración por el mero hecho de estar vivos, respirar, sentir, pensar, amar y compartir. Esa es la verdadera autoestima, la que se centra y alimenta de la esencia del ser, sin más.

La sana autoestima es el afecto por uno mismo en la más absoluta desnudez, aceptando todo lo que somos y lo que no somos y no tenemos, porque la verdadera estima es aquella que no se queda en la imagen, lo accesorio, lo superficial o lo pasajero. La verdadera estima o afecto consiste en desplegar el cariño y el respeto por el ser vivo que soy.

Estimar es distinto de gustar, atraer, admirar… Podemos estimar a alguien sin necesidad de que nos parezca admirable o de que nos resulte atractivo o interesante. La estima es un sentimiento propio, por uno mismo o por los demás, que no tiene tanto que ver con lo accesorio sino con la capacidad de desarrollar y manifestar afecto por lo más sustantivo.

Podemos estimar a un sin techo a pesar de que no reúna ninguno de los requisitos sociales para encajar o resultar atractivo. Esa estima nace de la consideración y del afecto. Nace de saberlo humano/vivo y de comprender inmediatamente que su capacidad para ser respetado no depende de su posición social, sino de tener igual derecho que yo o cualquiera a vivir o sobrevivir.

Sé de sobra que muchísimas personas no comparten esta forma de entender la autoestima y la estima por otra persona. Es por lo que muchas personas, hoy en día, padecen problemas serios de autoestima. Esa confusión entre el afecto y la admiración es notable en los problemas de autoestima.

La autoestima es la base del bienestar y del respeto hacia uno mismo. La autoestima es la clave de la autonomía emocional y de la libertad para elegir, decidir y construir alrededor de ese bienestar. La autoestima nos protege de las demandas externas, nos protege de las dependencias emocionales y nos sitúa en una posición muy sana para comprender qué es lo que necesitamos y cómo lo podemos conseguir o con quién lo podemos compartir.

Las necesidades no forman parte de la autoestima, forman parte de la construcción del bienestar desde la autoestima: me doy derecho a necesitar esto o lo otro y voy a tratar de conseguirlo. Me doy derecho porque me quiero (me estimo) y respeto mis necesidades.

La sana autoestima vigila por nuestra salud psicológica, social y física. Lo hace porque permite que desde ese respeto nos escuchemos, miremos sin prejuicios y sin clichés en nuestro interior y descubramos lo que realmente nos interesa o conviene, sin importar qué es lo que se espera de mi, qué debo hacer o qué se supone que tendría que hacer en estas circunstancias. Una sana autoestima es una forma de preservar lo más esencial de mi ser y de cuidar mi derecho a vivir sin más.

El resto, es todo accesorio. Me diréis que son accesorios muy necesarios. Sí, lo son para jugar el juego social, para divertirnos, para entretenernos, para lograr cosas y disfrutarlas, para relacionarnos, para obtener cosas materiales… Pero no lo son para tener bienestar sólido y profundo. El bienestar sólido y profundo radica en amar y respetar lo más esencial, que es mi vida, mi existencia como ser vivo, nada más. Ese bienestar es sólido porque no depende de las circunstancias, porque es ajeno a los vaivenes de la vida y a los adornos que cuelgan de ella en depende qué circunstancias.

Desde esta sana autoestima, podrán venir bien o mal dadas, podré ser mejor o peor persona, más o menos aceptado, podré tener mejores o peores condiciones sociales (profesionales, económicas…), podré lograr o no lo que me proponga, podré sentir más o menos frustración, podré sentir dolor porque no me quieran, podré estar más o menos triste porque algo no funciona como me gustaría… Pero, lo más importante, que está por encima de todo eso, seguiré queriéndome, seguiré prestando atención a cuidarme e interesarme por mí; seguiré disfrutando de estar vivo, de pensar, de sentir, de reírme…

Acariciar

No todas las caricias son caricias genuinas ni tienen el mismo efecto en quien las produce y en quien las recibe.

Una caricia ‘genuina’ genera un espacio de comunicación emocional, confianza y afecto, promoviendo un gran bienestar  a las personas que la dan y a quienes la reciben.

Crear el espacio oportuno para acariciar, reservar tiempo para expresar nuestra ternura y el reconocimiento a la otra persona; hacer que la caricia sea genuina y no tenga más objetivo que mostrar nuestro afecto y consideración, puede ser todo un arte.

La caricia genuina tiene como objetivo la muestra de afecto, cariño, ternura, consideración, atención… Es decir, la manifestación de emociones cálidas y positivas hacia alguien o algo.

La caricia se puede expresar de distintas modos pero para ser considerada una caricia ‘sana’ o genuina es necesario que cumpla con unos requisitos. No todas las ‘caricias’ valen ni son apropiadas, gratificantes o deseadas.

Una caricia genuina expresa emociones positivas hacia la persona que las recibe, al tiempo que la respeta y muestra empatía. Para ser genuina, ha de expresar también una actitud de cercanía y de reconocimiento.

Para que se considere una sensación agradable es necesario que la caricia se produzca con delicadeza y respeto. El respeto significa que aunque deseemos acariciar a alguien, si esa persona no está receptiva (no lo desea, no está en condiciones, no la conocemos, se puede sentir intimidada…) no debemos tocarla.

La delicadeza significa que la caricia, intensidad, formato y lugar de contacto son apropiados y se adaptan a lo que la otra persona considera agradable.

Las caricias que no se acompañan de emociones o sentimientos parejos pueden producir mucho malestar. La persona que las produce está manifestando actitudes contradictorias que podemos percibir. Quien la percibe puede notar la sensación de ese conflicto en el tacto y en la actitud de quien acaricia. Un ejemplo claro es cuando la caricia tiene como objetivo lograr algo de la otra persona y no la mera expresión de afecto o ternura. Este tipo de caricia es ‘manipulador’.

La caricia manipuladora es un instrumento, un medio para lograr un fin, no es genuina. Quiere esto decir que en vez de manifestar un sentimiento de afecto lo que está mostrando es un sentimiento egoísta. Por ejemplo, un niño que está inquieto y quiero que se tranquilice para que no me dé la lata. Para lograrlo le acaricio a ver si logro tranquilizarle. Si mi caricia no es un gesto genuino de ternura, afecto, empatía y respeto, difícilmente lograré mi objetivo. El niño notará que mi caricia es un mero instrumento y puede que le produzca más inquietud, ansiedad o llanto.

Si de verdad siento afecto, respeto y empatía con el niño inquieto, conviene que empiece por activar estas emociones para que el niño se sienta acompañado, atendido, comprendido y aceptado. La caricia, entonces, será reflejo de esas emociones. Lo más probable es que produzca un efecto de calma y confianza en el niño. A partir de ese momento podré reflexionar, ayudarle a que se exprese, explicarle lo que considere necesario, etc.

Por resumir, el ejemplo de antes viene a decirnos que no utilicemos la caricia si esta no va acompañada de los sentimientos de respeto, empatía, consideración, oportunidad y afecto necesarios.

Nuestra cultura nos aparta de la expresión genuina de nuestras emociones, porque nos educa y entrena para responden a ciertos protocolos sociales.  Estos protocolos quizás sean convenientes para ciertos objetivos de convivencia pero resultan poco sanos si los interiorizamos como mecanismos de expresión habitual porque nos alejan de nuestras verdaderas emociones.

La caricia puede ser muy amplia o muy delimitada. En general, consiste en tocar, rozar o deslizar una parte de nuestro cuerpo sobre otro cuerpo o sobre cualquier otra superficie. La caricia más frecuente suele producirse con las manos, sin embargo hay muchas caricias que se producen con un brazo, con la mejilla, con el hombro, con una pierna…

Un beso es una forma de caricia. Hay muchas personas que cuando besan o acarician lo que están esperando recibir es una respuesta que les ratifique el afecto, interés o atención de la otra persona pero su beso no contiene afecto, empatía, consideración, respeto… Es decir, no es una muestra de afecto genuino si no que es una manifestación de reclamación de atención.

Esta caricia egoísta es otra versión de la caricia. La caricia egoísta es la que expresa el deseo de obtener placer en la caricia por parte de quien la da pero no tiene en cuenta si la otra persona quiere recibirla o la está percibiendo como un gesto agradable.

Aunque muchas veces no detectemos la caricia manipuladora o egoísta eso no significa que intuitiva y sensiblemente no seamos capaces de sentirlas. Se siente una sensación clara de que el beso o la caricia llevan una intencionalidad distinta de lo que se nos intenta transmitir explícitamente. La intuición y la sensibilidad nos dicen que hay mensajes contradictorios. La alerta se activa y nos coloca en situación de protegernos.

Por regla general, nos protegemos de ese tipo de caricias egoístas o manipuladoras apartándonos, cruzando los brazos o las piernas, con gestos de  extrañeza, desagrado o enfado.. y, en el mejor de los casos, con expresiones verbales que  indican nuestra extrañeza o nuestro desagrado.

Tomemos conciencia de que una caricia necesita ser un gesto genuino para ser agradable y para tener efectos positivos sobre ambas personas.

Los gestos contradictorios no solo pueden ser negativos para quien los recibe, también para la persona que los da. Una caricia egoísta o manipuladora nos lleva a generar hábitos que generan una escisión entre la intención (voluntad y cognición) y la expresión emocional y física. Si ese gesto contradictorio lo realizamos con frecuencia, generamos un hábito y estaremos instalando la escisión cognitivo-emocional como forma de vivirnos.

Ese tipo de hábitos enajenantes impide tomar conciencia de cuáles son nuestros verdaderos sentimientos y nuestro modo de relacionarnos con los demás.

Otra versión de caricia es la ‘obligada’. Es el tipo de caricia que hacemos para cumplir ciertas expectativas del guión que pensamos adecuado para esa situación. Por ejemplo, si tengo una cita con alguien y esa persona considera que a partir de un momento lo que ‘corresponde’ es cogerme de la mano o de la cintura. Si el gesto no es un gesto que conlleve detrás una emoción de cercanía y afecto o empatía, será un gesto forzado y lo notaré. También será un gesto incomodo para quien lo realiza porque la motivación no será suficiente para crear una cercanía real, por lo que se acabará cansando o sintiendo fuera de lugar.

Una versión irritante de la caricia es la ‘descuidada’ o ‘automática’, la que se produce sin apenas implicación, voluntad o conciencia por parte de quien la produce. Es cuando la mano sigue tocando una zona del cuerpo pero la mente ya está en otro sitio desde hace un rato (segundos o incluso minutos!!!).

La caricia, si es genuina y es bien recibida, tiene efectos positivos sobre la persona que la hace y la que la recibe. Una caricia genuina nos hace sentir comprendidos; provoca que sintamos el interés que otra persona tiene por nosotros; nos hace sentir acompañados; hace que por unos instantes sintamos que compartimos nuestra realidad con otra persona. Todo ello nos puede provocar un gran bienestar.

Cada caricia, tiene un significado. Pensemos en qué estamos expresando, qué queremos decir, qué estamos sintiendo cuando acariciamos. Si podemos verbalizarlo, mucho mejor. Si somos capaces de explicar qué es lo que nos mueve a hacer esa caricia y le ponemos palabras, querrá decir que hemos tomado conciencia de la relación entre nuestros sentimientos y la expresión física de los mismos.

Practiquemos la caricia genuina y consciente.

Ver apartado ‘El cuerpo’ y ‘Caricias’ en